La mañana había empezado como era habitual, justo después de
la noche. Con los primeros atisbos de luz se comenzó a escuchar el alegre
ajetreo de los pajarillos que poblaban los árboles de su jardín. Nada de esto
era apreciado nunca por él, ya que su cerebro solía ponerse en marcha con el
sol mucho más alto. Pero aquella mañana alguien se dispuso a truncar su racha
de setecientos cuarenta y dos días levantándose pasadas las once de la mañana.
Era el timbre de la puerta. Al principio su cerebro,
acostumbrado a estas triquiñuelas, quiso incorporar el sonido al plácido sueño
del que estaba disfrutando. El timbre siguió sonando y el cerebro resistiendo,
cual púgiles en un combate a doce asaltos. Ganó el timbre por KO en el cuarto.
Ante tal derrota no tuvo más remedio que despertarse y hacer que sus pies le
guiaran hasta la puerta. Más valía que fuera suficientemente importante como
para haber dejado su marca en 742, su segunda mejor y a sólo siete días del
record.
En la puerta había un muchacho. Todas las pistas visuales,
gorra, parche bordado en la camisa, furgoneta aparcada en la acera, hacían
presagiar que trabajaba para una compañía de reparto de paquetería y correo.
Así era.
-
Hola buenos días, ¿el Señor Dólera Marhuenda? –
La sonrisa del muchacho hacía ver que era un buen profesional. Ayudaba a que, a
pesar de haberle hecho levantar de la cama, las ganas de insultarle se
calmaran.
-
El mismo. – No le insultó, pero tampoco le iba a
ofrecer su amistad eterna.
-
Pues si es tan amable de firmar aquí.
Lo hizo a duras penas. Más que firmar la entrega de una
carta parecía estar firmando su petición de última cena. El muchacho de la
mensajería le hizo entrega del sobre y de otra sonrisa. Él le correspondió
cerrándole la puerta en sus narices, más con desgana que mala fe.
Sin prestarle demasiada atención lo dejó sobre la mesa del
salón y se dirigió a prepararse una buena taza de café. Para él era imposible
ponerse ahora a leer sin antes una buena dosis de cafeína que le ayudara a
poner sus neuronas en funcionamiento. Miró el reloj de la cocina. Eran las ocho
y treinta y siete minutos. Refunfuñó y maldijo al pobre repartidor.
-
Seguro que esta ha sido su primera parada en la
ronda de reparto. No podía haberme dejado para el final, no... – Lo dijo en voz
alta con la idea de que todo su cuerpo se pusiera en marcha cuanto antes. Su
cerebro le pedía volver a la cama, pero la curiosidad en este caso pudo más.
Mientras apuraba las últimas gotas de cafeína empezó a
pensar. ¿Quién le podía enviar a él algo? No recordaba haber hecho pedido
alguno. Ni estaba cerca la fecha de su cumpleaños y para las fiestas navideñas
quedaba más de un mes. Esas eran todas las opciones que su cerebro, al quince
por ciento de funcionalidad en el que se encontraba, era capaz de discernir.
No retrasó más el momento y se dispuso a abrir el sobre. Era
un sobre normal, de esos típicos de alguna clase de plástico con el logo y los
colores de la empresa y, a juzgar por el tacto, con plástico de burbujas en el
interior. Eso le hizo sonreír. Si lo que había dentro no era de su agrado o
interés, siempre podía pasar un buen rato haciendo estallar las burbujas.
Cortó el sobre por uno de los laterales más estrechos y sacó
lo que había en su interior. Era otro sobre. Lo primero que se le vino a la
cabeza fueron las muñecas esas rusas, Matriuskas o como quisieran llamarse.
Esperaba que no fuera ese el caso. No se imaginaba nada más patético que ir
abriendo un sobre tras otro. No fue así.
Éste sobre en cuestión aparentaba ser antiguo. Pero no
antiguo de una década o dos. Antiguo de un par de siglos, como poco. Incluso
tenía uno de esos sellos lacrados que salían siempre en las películas. Esto le
intrigo aún más. Con mucha más delicadeza que con el anterior sobre lo abrió.
Si de verdad era tan antiguo como parecía temía que se le deshiciera en las
manos. A lo mejor dentro había algún texto importante, valioso, pensó. Para
acto seguido refutarse a sí mismo con otro pensamiento, ¿quién le iba a enviar
a él algo valioso así, sin más?
Los pensamientos dejaron paso a lo realmente importante. Averiguar
que traía en su interior tan vetusto sobre. No era otra cosa que una carta. No
era un experto en caligrafía, pero la primera impresión que le dio era que
estaba escrito con pluma. Pero no una estilográfica, una pluma de algún ave. La
curiosidad iba en aumento. A lo mejor sí era algo valioso después de todo.
Empezó a leer. Y a no creer lo que estaba leyendo.
“Estimado señor don Roberto Dólera Marhuenda, me dirijo a
usted para pedirle un favor. Ya sé que estará usted sorprendido, cuanto menos,
al recibir esta epístola. Permítame, antes de nada, presentarme. Mi nombre es
Gustavo Gómez-Delvalle Mendiolagarai.”
No entendía nada. Varios pensamientos le venían a la mente.
El último de ellos era que quienquiera que fuera el que había escrito aquella
carta tenía más letras en los apellidos de las que él era capaz de discernir a
esas horas. Pero lo más preocupante era que sabía cómo se llamaba. Era
intrigante a la vez que inquietante. Prosiguió.
“Le escribo esta carta el día doce de septiembre de 1786,
desde la Villa de Madrid, y espero, y confío, que le llegue a usted el día seis
de noviembre de 2013, si mis cálculos son correctos y el sistema de correo
funciona bien.”
Miró estupefacto la fecha en su teléfono móvil. Era el día seis
de noviembre de 2013. Esto no podía estar pasando, pensó. Debía ser alguna
clase de broma, de error.
“Si todo ha funcionado como debe, la vida de una persona
“solamente” estará en peligro. De lo contrario es muy probable que ya haya
muerto o que lo haga en breve.
Ese es el favor que le pido. Que salve a una persona cuya
vida corre un más que serio peligro. Su nombre es Alicia Yago Hernández y, si
usted no consigue remediarlo, morirá el día veintinueve de ese mismo mes de
noviembre de 2013.
Imagino cómo le debe sonar todo esto, Sr. Dólera. Comprendo
cuanta confusión le deben haber creado estas palabras. La cantidad de ideas, de
pensamientos contradictorios que estarán agolpándose en su mente. Ese es el
motivo por el cual espero que esta epístola le haya llegado en la fecha
prevista. Para que usted se centre. Haga sus averiguaciones sobre mí, si lo
cree necesario. Y sobre la señorita Yago también, a fin de que todo pueda
terminar en bien.
Puedo ayudarle a entender, a aclarar alguna de sus dudas. La
de cómo puedo saber de su existencia y de la damisela en apuros, por ejemplo.
Muy sencillo, aunque le creará más dudas seguramente. Soy un nigromante. Un
brujo. Un alquimista. En ocasiones puedo ver lo que sucederá en el futuro.
Aunque he de reconocer que en este caso el primer sorprendido fui yo. Nunca había visto un futuro tan lejano del
mío.
Si se pregunta por qué usted y no otra persona. Le diré que
en mis visiones aparece usted como la persona que más recursos tiene a su
alcance y la más disponible, a la par que dispuesta.
Otra de mis ayudas va a ser darle algunos datos del pasado
más reciente no tanto suyo como de lo que le rodea. Como por ejemplo que
ciertos derechos sociales que tan duramente fueron luchados hasta conseguirlos
les están siendo mermados, cuando no arrebatados. Sin embargo habrá mucha más
gente debatiendo sobre quién debe ser el ganador de un dorado trofeo, si un
deportista argentino, uno francés o un portugués.
Podría seguir exponiéndole datos. Sobre que, por ejemplo, el
partido que ahora gobierna en España tiene una especie de ave junto a sus
siglas, en blanco sobre azul. Que, contra todo pronóstico, sigue existiendo la
monarquía. Pero creo conveniente despedirme ya de usted. Dejo en sus manos el
hacer lo correcto. Haga sus averiguaciones. Investigue. Tenga todas las dudas
que quiera y despéjelas. Pero sobre todo, haga lo correcto.”
Ya sólo quedaba la firma y rubrica del brujo de nombre
kilométrico. Junto con la fecha y un sello lacrado. El mismo que había visto
con anterioridad en el sobre.
Tardó en reaccionar. No podía salir de su asombro. De hecho,
el mismo asombro no podía salir de su asombro. ¿Qué debía hacer? Si había una
posibilidad, por remota que fuera, de que lo que decía en la carta fuera cierto
y no hacía nada al respecto, la vida de una persona cargaría sobre su
conciencia. Por otro lado, si actuaba y luego era todo una pantomima, quedaría
como un lunático. O algo peor.
Debo decirte que al ver la extensión de la historia casi la dejo para más tarde, pero me gustó a medida que la iba leyendo. La intriga me mata jaj muy bueno. A ver qué pasa en la siguiente parre.;)
ResponderEliminarBesos.
Hola Ramón. La verdad es que con la cantidad y calidad de tantos escritos durante años........ no sé si me resultaría preocupante que te hayan abandonado las musas. Yo llevo poco más de un año escribiendo, y ni me acerco a ti en calidad. Y ya me han dado un par de plantones fatídicos.
ResponderEliminarEn cuanto a este relato, me gustó mucho. Esperaré unos días por si quieres colgar el 2º y luego el 3º. Si no, lo atacaré desde el enlace que tienes ahí mismo.
Permíteme que lo comparta en mi grupo. Hay buenos lectores a quienes sé que les gustará.
Un besuco, guapo. Y nos vemos la semana que viene. ;-)