No parecía importarle el dolor. Encajaba golpe tras golpe como quién guarda monedas en una hucha. A duras penas podía mantenerse en pie. Ya era un milagro que hubiera aguantado tanto. Se vencía cada vez más hacia un lado, cual torre de Pisa humana. Sólo que en su caso el desplome parecía mucho más que inminente. Pero seguía recibiendo. Su rostro se inundó de sangre y se inclinó aún más. Parecía increíble lo que podía vencerse un cuerpo antes de que la fuerza de la gravedad acabara por ganar la partida. Cosa que al final ocurrió. Aunque él no se sentía derrotado. De hecho era lo único que no se sentía.
El ojo derecho, por ejemplo. Notaba como palpitaba. Como se
hinchaba por momentos. A la vista de un observador parecería un globo a punto
de estallar. Cosa que no era descartable. El izquierdo estaba mejor. Pero sólo
porque se le podía comparar con el derecho. Aun así la suerte parecía haber
estado de su lado, literalmente y era relativamente servible. El tabique nasal
parecía haber sido demolido con dinamita. Reconstruido y vuelto a dinamitar.
A duras penas pudo llevar su cuerpo a rastras hasta el
sillón más cercano. Y contra todo pronóstico se disponía a levantarse. Si lo de
fuera era devastador, por dentro la cosa no debía estar mucho mejor. No le
importó. Se levantó y se dejó caer en el sillón.
-
¿Eso es todo lo que sabéis hacer? – Hizo un
gesto. Una especie de mueca que pretendía ser una sonrisa. Sólo consiguió ser
una desoladora estampa de dientes alternos bañados en sangre. – No sois tan
duros después de todo. – Escupió las palabras acompañadas de una buena cantidad
de sangre y desprecio.
-
¿En serio Arturo? ¿Este es el camino que quieres
seguir? ¿No has tenido bastante? – Era la voz de Raimundo, el encargado del
interrogatorio. Él y Arturo habían sido compañeros en la policía. Sus caminos
se habían separado. Ahora Arturo iba por libre, era detective y Raimundo
también se había pasado al sector privado, pero como jefe de seguridad de una
banda de los bajos fondos.
-
Vamos, Raimundo, sabes que mi silencio vale mucho
más que cuatro golpes. Además estas nenazas que tienes como esbirros no son
nada del otro mundo.
-
Arturo, por favor, no me hagas seguir. – En sus
palabras se notaba sinceridad. De verdad apreciaba a Arturo. Le consideraba un
amigo. No quería seguir con aquello.
-
¿Por qué? Os tengo donde quiero.
-
¿Por qué no lo dejas? Podemos acabar con esto
ahora.
-
Me debo a mi cliente. Sabes que eso es sagrado
para mí.
Su cliente era Débora Andrade. Hija y única heredera de
Esteban Andrade. El tal Esteban era el jefe de Raimundo. Un tipo hecho a sí
mismo. En el peor de los sentidos. Había ido escalando en el clan a base de
mucho músculo, mucho plomo y pocos escrúpulos. Todo ello eran requisitos
indispensables para ser un buen Capo. Junto con una gran cantidad de paranoia y
otra igual de desconfianza. Era el que manejaba el cotarro en toda la costa
norte. Cualquier negocio medio turbio, cualquier garito, cualquier sustancia
susceptible de ser vendida a gente propensa a engancharse a sustancias era
suya. Un verdadero cabrón capaz de vender droga a niños y prostituir a niñas.
Débora quería limpiar sus manos de todo aquello. Por eso fue
a ver a Arturo. Nada más entrar a su oficina la reconoció. Todo el mundo la
conocía. Y en ese mismo instante supo que al cerrarse la puerta de su despacho
se abriría la caja de los problemas.
-
¿Qué la trae por aquí señorita Andrade? – Con un
gesto la invitó a sentarse.
Ella permaneció de pie unos instantes. Reconociendo el
lugar. Como intentando sacar conclusiones de si había acertado. Si el tal Arturo
Navarro era apto para el trabajo que ella le quería encomendar. A juzgar por lo
que veía la respuesta debería haber sido: no. Un no rotundo. El despacho olía a
humo barato y a varios días sin ducha. La decoración lo era más por acumulación
de objetos que se suponía deberían estar allí (mesa, sillas, archivador, un
perchero, un par de sillones), que por un mínimo de criterio o un ápice de gusto.
Miró la silla que le ofrecía Navarro. Su cerebro le pedía que no se sentara sin
antes limpiarla a fondo con desinfectante, para después quemarla, comprar una
nueva y entonces sentarse por fin. Su educación obvió todo aquello y se sentó
sin más.
-
Necesito que haga algo por mí. – Entonces le
miró por primera vez y no pudo evitar un respingo. Desde luego aquella persona
encajaba a la perfección en aquel despacho.
-
Usted dirá. ¿Le apetece algo de beber?
-
No. – Sonó tajante. Era un no que se estaba
aguantando las arcadas.
-
Adelante pues…
-
Quiero que reúna pruebas suficientes para
desmantelar todos los negocios de mi padre. Y que pague por ellos. Él y todos
los suyos. – Pareció relajarse cuando esas palabras salieron de su boca. Era
como si se hubiera librado de unas ataduras. Al parecer morales. Suspiró. –
¿Podrá hacerlo?
-
Sí. – También sonó tajante. En este caso era un
sí que tenía muchas facturas que pagar. Un sí valiente a la par de
inconsciente. Un sí que pretendía hacer lo que no había podido hacer la policía
ni los jueces.
-
¿Cuánto me costará?
-
La tarifa habitual. – Le encantaba decir eso.
Aunque lo habitual era que no tenía tarifa. Improvisaba dependiendo de qué
acreedor le había amenazado antes. – Trescientos por adelantado. Otros
trescientos a la semana. Y cinco mil cuando acabe.
-
Me parece bien. – Sonrió. Era la primera vez que
lo hacía desde que llegó. Era la típica sonrisa que acaba en boda, divorcio,
corazones rotos y penas ahogadas en alcohol. Pero sólo en la imaginación del
que la recibe.
Abrió el bolso, sacó una cartera que valía más que todo el
despacho, Arturo incluido, contó los billetes y se los dejó sobre la mesa.
Junto a ellos le dejó una tarjeta con un número de teléfono.
-
Estaremos en contacto. Llame sólo a ese número.
Nadie más que usted lo conoce, por el bien de los dos.
Y se marchó. Se marchó con la elegancia de una pantera al
caminar. Con un contoneo que haría peligrar la deriva continental. Con la
marcialidad del desfile de las fuerzas armadas. Dejando tras de sí un aroma a
jazmín, un halo de misterio y una desesperante sensación de vacío.
De aquella visita hacía tres meses. Tres meses de trabajo
exhaustivo. Le parecía increíble que él pudiera encontrar pruebas y la policía
no. Pero luego recordaba el motivo por el cual él había abandonado el cuerpo.
La corrupción. Él tenía principios. También tenía deudas, días sin dormir y
otros tantos sin comer. Pero tenía principios. Y ahora tenía pruebas para
encerrar a Esteban Andrade de por vida. Enterrar sus negocios y limpiar el
apellido para Débora. Si es que ella era capaz de encontrar a algún juez que la
quisiera escuchar. Pero ese ya no era su problema.
Su problema ahora era su amigo Raimundo y sus secuaces. Su
cada vez más hinchada cara. Su cada vez menos poblada dentadura. Y sobre todo
cómo conseguir que todos esos problemas, o al menos los que andaban sobre dos
patas, desaparecieran para él poder entregar todo lo reunido a la señorita
Andrade y, con suerte, seguir con su vida.
-
¿Te debes a tu cliente? ¿Y quién es ese cliente?
-
Sabes que no te lo puedo decir. – Habría matado por
poder guiñarle el ojo a su amigo.
-
Siempre me ha gustado eso de ti, Arturo. Eres un
tipo íntegro. Eso es de admirar. Te respeto por eso. Pero, ¿no crees que
llegados a este punto es mejor dejar los principios a un lado?
-
¿Por qué? Yo ya estoy muerto. Hable o no estoy
muerto. No tengo nada que perder.
-
Vamos… No hables así… Me ofendes. Por nuestra
amistad no te mataré si me dices quién es tu cliente y dónde están las pruebas.
-
Claro, ¿qué hay más valioso que la palabra de un
poli corrupto que trabaja para la mafia? Me has convencido.
Fue muy rápido. Él siempre lo había sido. Y con la charla
había conseguido el suficiente resuello y reunido las fuerzas necesarias.
También había tenido tiempo para decidir a quién matar primero. Los afortunados
fueron los dos sicarios de su ex colega. Un tiro por cabeza. Siempre le había
gustado ahorrar munición. Raimundo le miró extrañado.
-
Es mi despacho, Ray, ¿en serio creías que no
tendría un arma escondida por algún lugar? ¿Tan poco me conoces? ¿Tanto te ha
oxidado tu nuevo trabajo? – Su mano estaba sorprendentemente firme. Apuntando a
su interlocutor a la cara.
-
Tendría que haber venido antes a registrar el
despacho.
-
Sí… Habría sido buena idea.
-
Así que… ¿Es el fin? ¿Vamos a acabar así?
¿Después de tantos años?
-
No. Te voy a perdonar la vida. – El sarcasmo
llenó toda la habitación y parte del pasillo. – Vamos tío, tú has hecho que me
muelan a palos.
Sólo gastó una bala más. Miró el rostro de su amigo y
suspiró recordando los tiempos en que ambos estaban del mismo lado de la ley.
Como pudo llevó su cuerpo hasta su mesa, se sentó en la silla, abrió el cajón
donde guardaba el bourbon y se sirvió dos tragos. Uno por él y otro por
Raimundo.
A la mañana siguiente le envió un mensaje a la señorita
Andrade con las instrucciones de dónde encontrar las pruebas y de cómo hacerle
llegar el último pago. Después de todo lo ocurrido no tenía ganas de volver a
ver su rostro. Por mucho que ese rostro reuniera los cánones de belleza de
varias culturas clásicas.
No llegaron a pasar dos semanas cuando se empezaron a
agolpar las noticias sobre las detenciones de toda la banda de Andrade. Él no
iba a aparecer en ningún titular. Sólo la señorita Débora Andrade. Ella sí
acaparaba todas las portadas. Él no. Eso no entraba en la tarifa habitual.
Jo, me he quedado anonadada, te has salido con este relato. Y lo de tarifa habitual, genial, jeje. Te has ido a Italia a estudiar sobre la mafia? ;)
ResponderEliminarJajajaja, no hace falta. Veo muchas series. :-P
ResponderEliminarMe alegro que te guste. A mi es de los más me gusta como ha quedado.