Tenía la mirada profunda y distraída. Las cuencas de sus
ojos eran como cuevas esculpidas en su rostro. Oscuras y gélidas. Negras como
el manto de la muerte, frías como el filo de su guadaña. Se notaba que llevaba
mucho tiempo en este mundo. Quizá porque la mismísima dama que te acompañaba al
otro lado quería evitarle a toda costa.
Había un gran número de leyendas en torno a él. Puede que
sólo fuera el azar. La mala fortuna. A lo mejor él no tenía nada que ver. ¿Cómo
podría? Pero decían que en toda casa en la que él entraba comenzaba una larga serie
de muertes.
La primera familia de la que se tiene constancia murió al
completo víctimas de una dolorosa y rápida enfermedad. Todos ellos. La segunda
no corrió mejor suerte. El padre, al parecer, se volvió loco y mató a sus
cuatro hijos y a su mujer, para después quitarse la vida él mismo.
A la tercera y la cuarta les deparó el mismo final. Su casa
ardió espontáneamente mientras dormían. Curiosamente él salía ileso siempre. Sin
un rasguño, sin una mota de hollín. La quinta fue distinta. Fue el pequeño de
la familia el que acabó con sus dos hermanos, su abuela y sus padres mientras
descansaban plácidamente. Pero el niño sobrevivió. Nadie entendía como una
criatura de siete años podía haber degollado a sus seres queridos. Qué le podía
haber llevado a ello.
El niño, cuando le preguntaban, sólo alcanzaba a decir que
se lo habían ordenado. Que le habían hablado y le habían dicho que era lo que
tenía que hacer. Que todo estaba bien. Que luego ellos dos podrían seguir su
vida juntos. Felices por el resto de los días. Que era algo que llevaba escuchando
desde que tenía pocos meses, pero que los últimos días habían sido más
continuas las órdenes. El niño no quería, pero él le convenció de que era lo
mejor para los dos.
A la pregunta de los policías sobre de quién era la voz,
quién le hablaba, quién le había podido ordenar semejante barbarie, el niño
siempre contestaba lo mismo: Ha sido bigotitos. Mi peluche.
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