domingo, 24 de noviembre de 2013

Cinco y contando



Tenía la mirada profunda y distraída. Las cuencas de sus ojos eran como cuevas esculpidas en su rostro. Oscuras y gélidas. Negras como el manto de la muerte, frías como el filo de su guadaña. Se notaba que llevaba mucho tiempo en este mundo. Quizá porque la mismísima dama que te acompañaba al otro lado quería evitarle a toda costa.

Había un gran número de leyendas en torno a él. Puede que sólo fuera el azar. La mala fortuna. A lo mejor él no tenía nada que ver. ¿Cómo podría? Pero decían que en toda casa en la que él entraba comenzaba una larga serie de muertes. 

La primera familia de la que se tiene constancia murió al completo víctimas de una dolorosa y rápida enfermedad. Todos ellos. La segunda no corrió mejor suerte. El padre, al parecer, se volvió loco y mató a sus cuatro hijos y a su mujer, para después quitarse la vida él mismo.

A la tercera y la cuarta les deparó el mismo final. Su casa ardió espontáneamente mientras dormían. Curiosamente él salía ileso siempre. Sin un rasguño, sin una mota de hollín. La quinta fue distinta. Fue el pequeño de la familia el que acabó con sus dos hermanos, su abuela y sus padres mientras descansaban plácidamente. Pero el niño sobrevivió. Nadie entendía como una criatura de siete años podía haber degollado a sus seres queridos. Qué le podía haber llevado a ello. 

El niño, cuando le preguntaban, sólo alcanzaba a decir que se lo habían ordenado. Que le habían hablado y le habían dicho que era lo que tenía que hacer. Que todo estaba bien. Que luego ellos dos podrían seguir su vida juntos. Felices por el resto de los días. Que era algo que llevaba escuchando desde que tenía pocos meses, pero que los últimos días habían sido más continuas las órdenes. El niño no quería, pero él le convenció de que era lo mejor para los dos.

A la pregunta de los policías sobre de quién era la voz, quién le hablaba, quién le había podido ordenar semejante barbarie, el niño siempre contestaba lo mismo: Ha sido bigotitos. Mi peluche.


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