Diecisiete días. Diecisiete días con sus correspondientes
noches. Todo ese tiempo ha pasado desde que empezó mi nueva vida. Una nueva
vida que ha supuesto un cambio radical. Un giro insospechado y no ya de ciento
ochenta grados. Lo ha sido con doble carpado y tirabuzón. La caída ha sido lo
peor. Una caída real y metafórica también. Ha sido darse de bruces contra la
cruda realidad. En muchos casos literalmente.
Yo no era nada más que otro parado en este estupendo mundo
al que los bancos y los políticos nos han conducido. Un número más. Alguien que
pasaba semanas enteras entregando currículos a diestro y siniestro y otras
tantas maldiciendo, saliendo de casa sólo para dar largos paseos, de las pocas
cosas que eran gratis todavía. Pasando los días. Sin más. Con amarguras y
alegrías, pero sin la necesidad de contarlos. O de escribir sobre ellos. Hasta
hace diecisiete días.
El día en que todo cambió. No sé si exactamente ese día
cambió para todo el mundo, para gran parte de él, o para sólo unos pocos. Pero
lo hizo para mí.
En principio parecía un día más. Me había levantado
temprano, a eso de las ocho, y después de desayunar me marché a dar uno de mis
paseos matutinos. Mi música, mis pensamientos y yo. Ese era todo el elenco de
la travesía. Tras poco más de media hora llegó. Fue sólo un traspié. Nada del
otro mundo. Lo suficiente para caer de bruces. En ese momento me preocupó más
el hecho de que me hubiera visto alguien. De haber hecho el ridículo. De ser el
causante de alguna risa, que de si me había hecho daño o alguna herida. Craso
error. Ahora lo sé.
Sí me había hecho un par de cortes en ambas rodillas y un
rasguño en el antebrazo. No las veía en ese momento, pero notaba el hilillo de
sangre en las heridas. También notaba esa sensación de escozor típica. Pero
seguía escociéndome más el orgullo. Volví a casa más pronto de lo habitual.
Para ver la magnitud de las lesiones. No eran gran cosa. Así que yo mismo me
las curé. Un poco de agua oxigenada y yodo. Craso error. Fue el definitivo.
A la mañana siguiente empezaron los síntomas. Fiebre, mucha
fiebre. Por dentro notaba como si alguien estuviera hirviendo mis tripas para
luego licuarlas. El tercer día se me empezó a escamar la piel. La perdí en
algunas zonas, sobre todo las circundantes a las heridas. Yo me inflaba a
antibióticos. Podía haber ido al médico, sí. Pero ahora sé que el resultado
habría sido el mismo.
El cuarto día fue el que marcó todos los siguientes. Los
síntomas remitieron. Al despertar por la mañana no estaban. Pero sólo se habían
marchado para dar paso a algo peor. El hambre. Un hambre extrema. Como si
llevara milenios sin comer, sin exagerar.
Nada de lo que había en la nevera parecía satisfacerme. Salí a la calle
por primera vez después del accidente. La gente, al verme, huía despavorida. No todos. Pude
alcanzar a una. Entonces lo entendí. Vi en lo que me había convertido. No
enseguida, me costaron varios bocados a una pobre anciana entenderlo. De algún
modo me había transformado en un monstruo, en una especie de zombi. Está claro
que la caída fue el detonante. Lo que activó algún tipo de infección. En ese
momento no lo sabía, pero no había sido el único. Luego supe que era algo
global.
Parecería que la cosa no podía ir a peor. Craso error.
Podía. Cuando hube devorado media anciana lo noté. Algo fallaba. Mis tripas
comenzaron a revolverse. Convulsiones. Arcadas. Y por fin, vómitos. En ese
momento no lo entendía. Tardé un par de días más. Y varios pobres incautos que
sirvieron como presa de entrar y salir. Mi cuerpo me pedía carne. Cruda a poder
ser. Pero el mismo cuerpo la rechazaba acto seguido, para pedir unas verduritas
o algún tipo de fruta. Era el colmo. Yo, que había renegado siempre de ese
hábito. Que me había burlado de algunos amigos por ello. ¡Yo!... No se podía
tener más mala suerte.
Ese es el motivo principal por el que tras diecisiete días,
con sus respectivas noches, no me he unido a ninguno de los grupos de
infectados. Tendré que hacerlo, no quedará más remedio. Pero sólo de pensar en
ese momento, en el momento de presentarme ante ellos, me aterra. Me aterra más
de lo que yo lo hago con los vivos. Me paraliza solo de pensarlo. De verme a mí
mismo diciendo delante de todos:
-
Hola, me llamo Vito y soy un zombi… vegetariano…
Al principio pensé en metamorfosis de Kafka, pero está claro que a Vito se le coge más cariño.
ResponderEliminarPues si vam ciajando las historias como las voy teniendo en mente... Puede resultar más entrañable aun
Eliminar* van... *cuajando... cada día tecleo peor...
Eliminarjajajajajajajajaja... Feliz Nochebuena!!!
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