lunes, 25 de noviembre de 2013

Día 17: Una nueva vida



Diecisiete días. Diecisiete días con sus correspondientes noches. Todo ese tiempo ha pasado desde que empezó mi nueva vida. Una nueva vida que ha supuesto un cambio radical. Un giro insospechado y no ya de ciento ochenta grados. Lo ha sido con doble carpado y tirabuzón. La caída ha sido lo peor. Una caída real y metafórica también. Ha sido darse de bruces contra la cruda realidad. En muchos casos literalmente.

Yo no era nada más que otro parado en este estupendo mundo al que los bancos y los políticos nos han conducido. Un número más. Alguien que pasaba semanas enteras entregando currículos a diestro y siniestro y otras tantas maldiciendo, saliendo de casa sólo para dar largos paseos, de las pocas cosas que eran gratis todavía. Pasando los días. Sin más. Con amarguras y alegrías, pero sin la necesidad de contarlos. O de escribir sobre ellos. Hasta hace diecisiete días.

El día en que todo cambió. No sé si exactamente ese día cambió para todo el mundo, para gran parte de él, o para sólo unos pocos. Pero lo hizo para mí.

En principio parecía un día más. Me había levantado temprano, a eso de las ocho, y después de desayunar me marché a dar uno de mis paseos matutinos. Mi música, mis pensamientos y yo. Ese era todo el elenco de la travesía. Tras poco más de media hora llegó. Fue sólo un traspié. Nada del otro mundo. Lo suficiente para caer de bruces. En ese momento me preocupó más el hecho de que me hubiera visto alguien. De haber hecho el ridículo. De ser el causante de alguna risa, que de si me había hecho daño o alguna herida. Craso error. Ahora lo sé.

Sí me había hecho un par de cortes en ambas rodillas y un rasguño en el antebrazo. No las veía en ese momento, pero notaba el hilillo de sangre en las heridas. También notaba esa sensación de escozor típica. Pero seguía escociéndome más el orgullo. Volví a casa más pronto de lo habitual. Para ver la magnitud de las lesiones. No eran gran cosa. Así que yo mismo me las curé. Un poco de agua oxigenada y yodo. Craso error. Fue el definitivo.

A la mañana siguiente empezaron los síntomas. Fiebre, mucha fiebre. Por dentro notaba como si alguien estuviera hirviendo mis tripas para luego licuarlas. El tercer día se me empezó a escamar la piel. La perdí en algunas zonas, sobre todo las circundantes a las heridas. Yo me inflaba a antibióticos. Podía haber ido al médico, sí. Pero ahora sé que el resultado habría sido el mismo.

El cuarto día fue el que marcó todos los siguientes. Los síntomas remitieron. Al despertar por la mañana no estaban. Pero sólo se habían marchado para dar paso a algo peor. El hambre. Un hambre extrema. Como si llevara milenios sin comer, sin exagerar.  Nada de lo que había en la nevera parecía satisfacerme. Salí a la calle por primera vez después del accidente. La gente, al  verme, huía despavorida. No todos. Pude alcanzar a una. Entonces lo entendí. Vi en lo que me había convertido. No enseguida, me costaron varios bocados a una pobre anciana entenderlo. De algún modo me había transformado en un monstruo, en una especie de zombi. Está claro que la caída fue el detonante. Lo que activó algún tipo de infección. En ese momento no lo sabía, pero no había sido el único. Luego supe que era algo global.

Parecería que la cosa no podía ir a peor. Craso error. Podía. Cuando hube devorado media anciana lo noté. Algo fallaba. Mis tripas comenzaron a revolverse. Convulsiones. Arcadas. Y por fin, vómitos. En ese momento no lo entendía. Tardé un par de días más. Y varios pobres incautos que sirvieron como presa de entrar y salir. Mi cuerpo me pedía carne. Cruda a poder ser. Pero el mismo cuerpo la rechazaba acto seguido, para pedir unas verduritas o algún tipo de fruta. Era el colmo. Yo, que había renegado siempre de ese hábito. Que me había burlado de algunos amigos por ello. ¡Yo!... No se podía tener más mala suerte.

Ese es el motivo principal por el que tras diecisiete días, con sus respectivas noches, no me he unido a ninguno de los grupos de infectados. Tendré que hacerlo, no quedará más remedio. Pero sólo de pensar en ese momento, en el momento de presentarme ante ellos, me aterra. Me aterra más de lo que yo lo hago con los vivos. Me paraliza solo de pensarlo. De verme a mí mismo diciendo delante de todos:

-          Hola, me llamo Vito y soy un zombi… vegetariano…

  
      Vito continúa su viaje aquí.

      Canción para amenizar el texto: A new life - Marshall Tucker Band

4 comentarios:

  1. Al principio pensé en metamorfosis de Kafka, pero está claro que a Vito se le coge más cariño.

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    1. Pues si vam ciajando las historias como las voy teniendo en mente... Puede resultar más entrañable aun

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    2. * van... *cuajando... cada día tecleo peor...

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