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Perdóneme padre, porque he pecado. – Hice una
pausa, más por resaltar el drama y darle importancia a la frase que en espera
de respuesta.
Suspiré antes de continuar hablando. Sin embargo la
hermosura que me rodeaba me dejó sin palabras. Siempre me había maravillado el
arte de las iglesias. No de todas, claro está, las hay muy vulgares. Pero las
que son hermosas me cautivan. Y esta lo era. Cómo me gustaría ahora poder
enumerar todos y cada uno de los detalles arquitectónicos, incluso llamándolos
por su nombre (dintel, altar mayor, pan de oro…), cual niño repelente sabelotodo
de clase. Pero yo no lo soy. A duras penas he tenido estudios y ni de lejos han
sido sobre arquitectura o historia del arte. Pero me maravilla la magnitud de
obras como esta. Me cautiva su belleza. Me trasporta a mundos que ni siquiera
soy capaz de soñar.
El párroco seguía esperando mi confesión. En silencio. Hay
que reconocer que saben manejar los tiempos muy bien los curas. Estos silencios
hacen que tus pecados, por minúsculos que sean, parezcan los más capitales de
todos. Y eso está bien. Hay que saber dorar la píldora, darle a la gente la
importancia que a lo mejor no tiene, o no merece.
Permanecí callado un
instante más. La verdad es que no sabía por dónde empezar. Quizá lo primero que
podía hacer era reconocer que yo nunca he sido un hombre de fe. O mejor dicho
muy religioso. Una vez sentada esa base, ¿qué? Había mucho que contar. Mi
última confesión había sido cuando yo tenía unos ocho años, y desde luego que
había llovido desde entonces.
En estos más de treinta años entre confesiones había habido
un diluvio de pecados. De todas las clases, pensamiento, palabra y obra. Por
ese orden, sin duda. Porque yo creo que todos empezamos por ese orden. Primero
lo piensas, luego lo verbalizas y por fin lo “obras”. Lo que siempre me había
confundido era la clasificación de venial, capital o mortal. Nunca había visto
claro donde encajaban cada uno de los míos.
Pero eso no era lo importante. Lo importante era poner a
cero el contador. Y para eso estaba aquí. Para confesar y que el buen pastor me
perdonara, con o sin penitencia. Eso no era de mi competencia.
Me decidí a hablar.
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Verá, padre, desde la última vez que me confesé
he pecado mucho. He pecado tanto como, seguramente, todos sus fieles juntos. Supongo
que empezaré por el principio…
Así lo hice. Le conté que al poco de tomar mi primera
comunión, mi última confesión, hubo un accidente en el que se vio involucrado mi
gato. No fui yo quién lo mató, pobrecillo, pero sí que me afectó. Verlo allí,
desparramado, con sus tripas adornando diez metros de calzada me cambiaron.
Dejé de ser el niño inocente y confiado que tan estrictamente habían criado mis
padres.
Cuando acabé el periodo de luto. Cuando pude dejar atrás el
dolor. Cuando cerré el grifo de las lágrimas, decidí ser un hombre justo. No
importaba el precio que hubiera que pagar para ello. Mi meta era limpiar el
mundo de injusticias. Evitar que otros niños pasaran por mi dolor. Que nadie
pasara por mi dolor. No era tarea fácil. La justicia nunca lo es. Hay que saber
medir en su balanza lo bueno y lo malo
de una persona. Ver hacia dónde se decanta y después actuar en consecuencia.
Los primeros años sólo lo hacía mentalmente. ¿Qué podía
hacer una criatura de nueve o diez años más que fantasear? No se le puede
exigir a un niño que imparta justicia. Por muy adentro que lleve ese
sentimiento. Con el tiempo lo comencé a verbalizar. A modo de diario. En él
escribía las injusticias que veía y cuál sería el mejor modo de ponerles
remedio. Tampoco actuaba en aquella época. No tenía la preparación suficiente.
Todavía estaba en plena formación. Pero el diario me sirvió. Me centraba y con
el tiempo me ayudó a resolver alguno de los asuntos que tenía allí anotados.
Otros no. Para otros llegaba tarde.
El párroco me miraba con cara de asombro. Con una mirada
vacía. Con un gesto entre la desaprobación y el asco. No se lo tuve en cuenta.
Y proseguí.
Proseguí con mi etapa actual. La adulta. En la que ya sí que
puedo decir que imparto justicia. Y como suele pasar con la justicia nunca es
del agrado de todos. Nunca lo es cuando el culpable eres tú y tienes que pagar
por ello. Eso no le gusta a nadie. Pero tampoco le gusta a nadie que pululen
entre nosotros, entre la gente de bien, violadores, maltratadores, asesinos,
pederastas… Sólo de nombrarlos me dejaba mal cuerpo. De pensar cuantos habría
todavía sueltos por ahí, a los que yo no habría podido ajusticiar me daban
arcadas. Sudores fríos. Tanto trabajo por hacer y tan poco tiempo…
Eso debía entenderlo el cura y Dios. Sobre todo Dios. No
podía quedar ninguna mala obra sin su penitencia. Él cura mantenía su expresión
de dolor contenido, de malestar, de estupor. Pero yo no me podía dejar
influenciar. Ni siquiera por estar en tan sagrado lugar. En tan bello lugar.
Eso me debía dar más fuerza si cabía para continuar con mi obra. No podía dejar
que se salieran con la suya la gentuza, la podredumbre de la sociedad. Y bien
sabe Dios que yo haré todo cuanto esté en mis manos para ayudar a la obra del
bien.
Por eso estaba allí. Confesándome. Buscando perdón a mis
pecados. Esperando la absolución. Junto a aquel hombre. Un hombre que escudado tras
su alzacuellos y su biblia había perpetrado pecados tan atroces a tantos y
tantos niños de su parroquia. Era algo que no podía quedar impune. Algo que no
podía seguir oculto, enterrado bajo aquella máscara de hombre bueno, bajo aquel
disfraz de buen pastor.
Decidí marcharme, sin esperar a que me absolviera o me
indicara penitencia alguna, de eso ya se encargaría Dios, si lo creía oportuno.
Antes de irme le miré sonriente. Allí
permanecía él, inmóvil, con su mirada vacía, con su mismo gesto de sorpresa, de
dolor, de estupor, de miedo, de asco… Me di la vuelta y sin ningún tipo de
remordimiento lo dejé en aquel lugar, con sus tripas esparcidas, adornando diez
metros sobre el suelo sagrado de tan bella obra de la arquitectura.
Fotografía más que inspiradora cortesía de Diego Escolano.
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