-
¿Te das cuenta de lo que hemos hecho? – pregunté
con más desesperación que miedo.
-
Sí, José Carlos, me doy cuenta.
-
¿Y te quedas tan tranquilo, Miguel? ¡Por Dios!
Que nos hemos cargado a dos polis. – El tono de mi voz ahora basculaba entre
salir corriendo y cadena perpetua.
-
Vamos, chicos, que ya casi lo tenéis. – Era la
voz que nos había estado jodiendo la vida estos dos últimos días.
-
Ja ja ja ja. No seas tan dramático, José Carlos.
– Su risa sonaba como la de un payaso al que se le hubieran soltado, tuercas,
tornillos y un par de cojinetes. Su voz no era más tranquilizante.
-
Dime lo que quieres. Tú dilo.
-
Ve a la recepción del hotel Rialto. Allí tendrán
un sobre a tu nombre. Entonces empezará el juego. Por cierto, yo que tu
correría…
-
¿El juego? Maldito hijo de… - Acabé insultando
al tono del teléfono. El muy bastardo había colgado.
-
Veo que habéis sido imaginativos y habéis
trabajado bien en equipo. Lástima que sólo uno de vosotros pueda ganar… - Sus
palabras sonaban a camisa de fuerza y habitación acolchada. – Muy bien, vamos a
por la última. El sobre está en el quinto banco de la izquierda, mirando desde
el Altar Mayor, en la Basílica de Nuestra Señora de la Asunción.
Corrimos. No estaba lejos de donde estábamos. Así que
corrimos. Corrimos como nunca nadie en la historia de la humanidad había
corrido. Corrimos con la gasolina del amor, con la energía del miedo, con la
potencia de la esperanza. Ambos corrimos como alma que lleva el diablo. Cosa
que cada vez estaba más clara que era así. Lo malo es que ambos llegamos al
mismo tiempo.
Entramos andando a la Iglesia. Más por educación que por
cuestión de fe. Aunque en ese momento ambos esperábamos tener de nuestro lado a
Dios. A uno de ellos. Al que fuera. O al menos no tenerlo en contra. Aún jadeantes
recogimos el sobre. En él estaba la última de las dementes peticiones: el tubo
del si bemol, de la octava central, del órgano de la Basílica.
Mire de reojo a Miguel y me di cuenta de que quizá, y sólo
quizá, tenía una opción. Su cara me dio a entender que no parecía muy puesto en
solfeo. Así que me lance al vacío.
-
¡No existe! – Exclamé, aunque en un tono adecuado
al sagrado lugar en que nos encontrábamos. Tampoco me convenía llamar mucho la
atención.
-
¿Qué? ¿Cómo no va a existir? – Preguntó consternado.
Haciendo que mi salto al vacío sólo fuera un leve brinco.
-
Como lo oyes. En un teclado de órgano existe el
si sostenido, pero no el si bemol.
-
¿No es lo mismo? – Su desconfianza se convirtió
en lo que yo esperaba, mi aliada.
-
Ya te digo yo que no. Ve a preguntar si no te fías
de mí.
No acabó de girarse cuando ya tenía rebanado su gaznate. Se dio
la vuelta. Su mirada me estremeció. Estaba claro que no lo había visto venir.
Había confiado en mi buena fe. En que le dejaría comprobar si mentía. Había
dolor en sus ojos, y no sólo por el hecho de estar desangrándose y con él su
esperanza de volver a ver a su hija. El tiempo de su hija se acababa con cada
borbotón que manaba de su cuello. Lo que no había era rencor.
-
Yo había pensado algo parecido, pero tú has sido
más rápido. Más listo. – Las palabras salieron a duras penas.
-
Lo siento Miguel.
-
No, no lo haces… - Agonizó
-
No, no lo haces, José Carlos. ¿Puedo llamarte
José? Ya tenemos confianza. – Era la voz del teléfono. Aunque se podía haber
confundido con mi conciencia. Si es que quedaba rastro de ella.
-
Llámame como quieras. ¿Sabes que es lo que
puedes hacer también? ¡Irte al Infierno!
-
Cuida tu lenguaje, recuerda dónde estás. Además
deberías estar contento. Has ganado. Ya no hace falta que traigas el tubo.
-
¿He ganado? ¿Cómo alguien, después de haber
asesinado a cuatro personas puede haber ganado algo?
-
Bueno, al menos podrás ver a tu hija otra vez. Y
con suerte no irás a la cárcel. Aunque yo no contaría con esto último…
-
Déjate ya de jueguecitos y dime dónde está mi
hija, hijo de perra…
-
Gírate…
-
¡Papá!
-
¡Sandra! ¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño?
-
No, papá a mí no, pero había más chicas papá.
Cinco más y ellas…
-
Lo sé…
Nos abrazamos. Lloramos. Temblábamos. Nos besamos y nos volvimos
a abrazar. Ya no queríamos hablar más. Nunca más íbamos a hablar de esos dos
días. Con nadie. Habíamos sido bendecidos por seguir vivos, pero al mismo
tiempo nos había caído la peor de las maldiciones. Y duraría para toda la vida.
Texto inspirado por la foto de Diego Escolano
Este tenía ya ganas de leerlo, porque fue el que más me llamó la atención al principio. Historia hay y es buena, muy buena. El desarrollo necesitaría mucho más texto. Este sería un buen relato largo, ahondando en cada una de las pruebas y de los personajes.
ResponderEliminarPero a mí me vale así, si no quieres meterte en harina de otro costal.
Saludos.