viernes, 29 de noviembre de 2013

El Sobre (3ª parte de 3)

En anteriores capítulos... El sobre (parte 1) El sobre (parte 2)

Hoy... 


A la mañana siguiente fue a primera hora a apuntarse al gimnasio. Así también podía ver cómo era por dentro y de qué manera o en qué lugar podía tratar de hacerse ver. El gimnasio era como la mayoría. Una sala de musculación. Otra donde se encontraban las bicicletas estáticas y las cintas de correr. Y cuatro salas más para las clases conjuntas, según le dijo la amable señorita que le enseñó el recinto. Se marchó a casa a idear algo para la tarde. No sabía si ella iría esa tarde. Pero lo descubriría en unas horas.

Volvió a ir pronto. No tanto como la tarde anterior, pero si lo suficiente como para estar ya preparado y haciendo algo antes de que ella llegara, si es que lo hacía. Se le ocurrió llevarse una camiseta que siempre usaba para ver si alguna chica rompía el hielo. Nunca había sucedido, pero por probar… Era otro palo de ciego más. Era una camiseta de uno de sus grupos favoritos, Siniestro Total, y en la parte de atrás llevaba el lema: Los feos somos más. No es que el fuera feo. Más bien al contrario, la naturaleza le había tratado bien en su aspecto. Tenía un rostro bien proporcionado, ojos marrones y una nariz en su justa medida. De cuando en cuando se dejaba esa barba despreocupada que tantos cuidados requiere. Pelo corto, pero no tanto como para confundirlo con un militar.

Estaba situado estratégicamente en un lugar en el que podía ver la entrada. Allí apareció ella. Puntual otra vez. Debía ser un rasgo de su personalidad, pensó. Espero a ver hacia dónde iba una vez se hubo cambiado de ropa. Al parecer iba a una clase grupal. Él se agregó. Procuró ponerse delante de ella, para que viera el letrero de su espalda. Si colaba… La clase en cuestión era de Body…, algo. No sabía muy bien cómo, pero al acabar le dolían músculos que ni sabía que existían ni cómo se llamaban. Era más fácil enumerar las zonas del cuerpo que no le dolían: las uñas y el pelo. Y ocurrió.

-          ¿Sois más qué? – Sonó una voz a su espalda. Era una voz suave. Una voz a la que le comprarías un grano de arena por el precio que te pidiera. Al girarse vio que era Alicia. Trató de no parecer demasiado sorprendido.
-          ¿Perdona? – Contestó secándose el sudor y tratando de disimular que no podía ni con el peso de la toalla.
-          Los feos, sois más… ¿qué? – Le sonrió con una sonrisa capaz de parar el tráfico en una autopista.
-          Ah… En número, somos más. Así que rezad los guapos para que no nos rebelemos un día. – No podía creer que hubiera funcionado lo de la camiseta.
-          Gracias por el cumplido. La camiseta a ti tampoco te hace justicia. – Le guiñó un ojo al tiempo que le tendía la mano. – Alicia.
-          Hola Alicia, yo soy Roberto. Voy a ser original.
-          Adelante.
-          ¿Vienes mucho por aquí? – Esta vez fue él el que sonrió. La pregunta le provocó una leve risa, pero que consiguió contagiarle a Roberto.
-          No tanto como debería. Pero procuro. Sí.
-          Bueno, pues ya nos veremos mañana o cualquier otro día. – Dijo Roberto tratando de no darle más importancia al encuentro. Y se marchó.
-          Vale... – La actitud de él pareció sorprenderle, aunque no le disgustó del todo.

Siguió acudiendo al gimnasio las tardes siguientes a pesar de tener agujetas suficientes como para venderlas por ebay. Ella faltó dos días consecutivos. Pero al tercero volvió a aparecer. Se saludaron y entraron juntos a otra de las clases grupales. Esta vez era con bicicleta estática. Roberto volvió a acabar molido de la cabeza a los pies. Ella estaba perfecta.

-          Estoy muerto. – Esta vez fue él el que rompió el hielo.
-          Ya te veo, ya… – No pudo evitar mezclar las palabras con risas. El aspecto de él era grotesco.
-          Me alegra que al menos uno de los dos le vea la gracia. – Esbozó una sonrisa de complicidad.
-          Es que estás hecho un despojo, qué quieres que haga.
-          Eso, mejóralo. Pues sí que podrías hacer algo.
-          ¿Llamar a una ambulancia?
-          Mira, además de guapa graciosa. Qué bien.
-          Vale, ya paro. Dime…
-          Podías dejar que te invitara a algo… Un día de estos. – Trato de ponerle ojitos, pero seguramente parecerían los ojitos de un muerto viviente. Tardó unos segundos en contestar. Él pensó que a lo mejor se había precipitado. Pero le iba quedando cada vez menos tiempo.
-          Vale, pero no prometo que no me siga burlando de ti. ¿Tienes algo para apuntar mi número?
-          No, pero ¿qué puede haber más importante ahora que esos nueve números? – Esta frase en su cabeza sonaba mejor. A pesar de eso ella le dio su número. Se sonrieron una última vez. Cuando ella tomo rumbo a los vestuarios él corrió a la recepción a por un bolígrafo y papel para apuntar el número, rezando para que no se le entremezclaran los dígitos.

Los días pasaban inexpugnablemente. Ya era viernes. Podía haberla llamado ese mismo día, pero no quería parecer desesperado. Lo hizo al día siguiente, al mediodía. Charlaron un buen rato y al final decidieron verse esa noche. Él la llevó a cenar a un buen restaurante y después fueron a varios locales a tomar algunas copas. Ambos se divirtieron bastante. Él le habló de su trabajo en el museo y de que había dejado de trabajar porque le había tocado la lotería. Le explicó un poco como pasaba los días, sin ahondar en que la mayor parte del tiempo no hacía gran cosa. Le dijo que estaba pensando en algún negocio para montar, pero que conforme estaba la economía en estos momentos no tenía claro en qué invertir. Ella le sugirió varias ideas, la mayoría de ellas más graciosas y absurdas que realistas. También le hablo de su profesión de periodista. Se sonrojó un poco al hablar de sus méritos, más que bien ganados, y de sus premios. Ella no profundizó en lo que estaba trabajando en esos momentos, se limitó a decir: estoy en medio de algo ahora. Él tampoco quiso entrar en detalle. En el fondo no era de su incumbencia, aunque a lo mejor el saberlo sí le podía ayudar a evitar el desastre. La acompañó a su casa y se despidieron con dos besos y la promesa de volver a repetirlo.

Los siguientes días los pasaron cimentando la amistad, entre el gimnasio, las redes sociales y alguna que otra video llamada. Se siguieron contando cosas de sus respectivas vidas. Él le comentó que era hijo único, que por desgracia sus padres ya habían fallecido y que la única familia que le quedaba vivía en Denia. Que nunca había sido demasiado bueno en los estudios, más por desidia que por falta de aptitudes. Ella le contó que había tenido la suerte de poder estudiar la carrera fuera, en la Universidad de Iowa State. Que la suerte le acompañó al poder encontrar trabajo enseguida, casi nada más acabar sus estudios. Ella sí tenía hermanos, dos chicos y otra chica además de ella, siendo ella la segunda mayor. Sus padres también vivían en Alicante. También le explicó que a raíz de sus premios había tenido ofertas para irse a trabajar a Madrid, pero que ella prefería de momento seguir en su ciudad natal.

La fecha tope seguía acercándose cual torpedo a submarino. A ritmo constante y sin virar su rumbo. Tenía que lanzarse al vacío y decirle lo que ocurría, a riesgo de que ella le tomara por loco y dejara de tener contacto con él. Quedaron en casa de él un día.

-          Hola Roberto, ¿te ocurre algo? Tienes mala cara.
-          Siéntate. – Le dijo él con tono apagado.
-          Me estás asustando.
-          Bueno verás, tengo algo que contarte.

Le relató todo lo ocurrido desde el día que recibió el sobre. Su contenido. Su sorpresa al leerlo. Ella le escuchaba con cara entre asombro e incredulidad. Él, al tiempo que le iba contando todos los detalles y peripecias que había ido haciendo para conocer la verosimilitud del documento, dar con ella y demás, seguía temiendo que en cualquier momento ella se levantara y se fuera a su casa, llamara a la policía y pidiera una orden de alejamiento contra él. Al contrario, con el paso de las explicaciones y observando atentamente el sobre y su contenido ella parecía tener más interés. Quizá era el gen periodista. O instinto de supervivencia. Sea lo que sea parecía ir asimilando la información, y si no creyéndola a pies juntillas, no descartándola al menos.

-          Y hasta hoy. – Concluyó Roberto con el relato de los hechos.

Ella le miraba sin saber qué decir. Acto meritorio ya que ella era una persona que siempre tenía algo que decir, sobre cualquier tema. Aunque sólo fuera para hacer una broma. Por fin se decidió a hablar.

-          Pero… ¿por qué yo?
-          No lo sé. Sólo se me ocurre que tenga algo que ver con tu trabajo. – Le miro con gesto interrogante.
-          No te voy a decir en lo que estoy trabajando ahora. – No era una persona paranoica, a pesar de la información recibida instantes atrás. Pero si recelosa de su trabajo. Las filtraciones sólo le gustaban cuando era ella la receptora.
-          Ni yo te pido que lo hagas. Pero hay que barajar todas las posibilidades. ¿Habría otro motivo por el cual alguien quisiera matarte?

No se le ocurría motivo alguno. Se quedaron un rato más charlando. Ya de otros temas, tratando de olvidar un destino, al parecer, escrito. Al cabo de una hora se despidieron y quedaron en seguir haciendo conjeturas y tratar de trazar algún plan. Quedaba ya menos de una semana para la fecha.

En los días siguientes ambos se dieron cuenta de que a ella la seguía alguien. Eran dos personas, que ellos hubieran notado no descartaban alguna más, que se iban turnando. Pero lo que parecía claro era que la seguían. Tanto cuando iba en trasporte público como cuando lo hacía en su propio coche.

Dos días antes, al salir del gimnasio, Roberto le comunicó que tenía una idea. Podía no ser la mejor del mundo, pero era la que a él le parecía más viable. Se sentaron en la cafetería cercana al gimnasio y se la expuso. Entre ambos la fueron puliendo y al final llegaron a la conclusión de que valía la pena intentarlo.

Llegó el día en cuestión. Roberto fue andando hasta la casa de Alicia. Iba a ser él quien condujera el coche. Llamó al telefonillo y subió. Desayunaron juntos, casi sin mediar palabra. Había una calma más que tensa. De esas que se suele decir que se pueden cortar con un cuchillo.

Bajaron hasta el aparcamiento subterráneo con la esperanza de que la tensión no les siguiera. No hubo suerte. De todos modos se marcharon. Era la hora y el espectáculo debía continuar.

Como era previsible comenzó la persecución del coche. Roberto trataba, al principio, de hacer ver que no se había dado cuenta. Conducía con total normalidad. Respetando todas las normas de tráfico. Llegó el momento en que puso en marcha su plan, comenzó a correr más. A obviar los semáforos y las señales de Stop. El coche perseguidor comenzó a hacer maniobras más acechantes. Comenzó a golpearle la parte de atrás. Acto seguido se ponía a su lado como tratando de hacerle variar la ruta. Roberto les seguía el juego, aunque tratando de que no se le notase demasiado. Por fin le consiguieron hacer salir de la autovía por una salida anterior a la que le correspondía. No avanzaron ni doscientos metros cuando lo vio venir. Un camión iba a impactar contra el coche por el lateral del pasajero. Roberto se agarró todo lo fuerte que pudo al volante y gritó: ¡cuidado!

Despertó tres días después, en la UVI del Hospital General de Alicante. A su lado, sonriente, estaba Alicia. No pudo reprimir darle un beso cuando le vio abrir los ojos.

-          ¿Funcionó? – Preguntó Roberto. Las palabras estaban igual de sedadas que él.
-          ¡Funcionó! – Exclamó ella. Feliz por seguir ambos con vida. Si bien es cierto que Roberto necesitaría varios meses de recuperación, pero al menos estaba vivo. – Era una locura de plan, pero funcionó.
-          Tuvimos suerte de que nos tocaran los malos menos espabilados. – Bromeó.

El plan había sido otro palo de ciego. A Roberto se le ocurrió sacarle provecho a una muñeca que tenía, de esas de silicona que pretendían imitar de la manera más realista a una mujer. Podría decir que se la habían regalado, pero no era así. Fue uno de los caprichos que se dio cuando le tocó la lotería. Aunque sí que podía decir sin mentir que nunca le había dado ningún uso hasta aquel día. La vistieron con ropa de Alicia y le compraron una peluca pelirroja. Ella hizo las veces de acompañante de Roberto en el coche. Temían que no se lo creyeran, que en algún momento del trayecto se dieran cuenta del engaño, claro. Pero era lo mejor que habían encontrado.

Alicia, por su lado, esperó más de media hora para salir de su casa. Después de haber verificado que cualquiera de sus agresores estaba tras el coche. Tomó el autobús y se fue tranquilizando un poco al ver que a ella no parecía seguirle nadie. Si bien es cierto que su corazón apenas latía de pensar en lo que le podría pasar a Roberto. Ella llegó a su destino y entregó en persona su último artículo. Siempre lo hacía en persona. En eso sí que era, no paranoica, pero si reticente a que se lo pudieran interceptar de alguna manera. Aunque viendo la trama que había contra ella, esta vez pensaban interceptarlo a cualquier precio.

Al día siguiente, ya con protección policial, Alicia le llevó el periódico a Roberto al Hospital. A él ya lo habían sacado de Cuidados Intensivos y estaba en planta. En primera plana y como única noticia estaba el trabajo de Alicia. Había reunido pruebas y testimonios que iban a hacer caer no sólo al gobierno de España, también al de algún otro país europeo. Ambos estaban felices. Los dos habían cumplido con su trabajo. Después de tantos palos de ciego, gracias a la fortuna, o mejor dicho, gracias a Gustavo Gómez-Delvalle Mendiolagarai  y a su clarividencia, unido al ingenio de Alicia y Roberto, todo había acabado bien. 



jueves, 28 de noviembre de 2013

El Sobre (2ª parte de 3)




Hoy...

Decidió que lo primero que tenía que hacer era investigar al tal Gustavo y ver si alguien podía datar el sobre, el papel. Ver si la caligrafía podía dar alguna pista. Tratar de atar primero todos los cabos posibles en lo relativo a la carta y al remitente. Afortunadamente había trabajado en el Museo Arqueológico de Alicante como conserje. Podía ver si alguno de sus antiguos compañeros podía desvelarle algo.

Se vistió a toda velocidad, casi sin mirar lo que se ponía. La fortuna quiso que las prendas elegidas fueran unos vaqueros azul oscuro, una camiseta de los Rolling Stones negra y una camisa azul cuadriculada. Optó por tomar el tranvía en lugar de su coche. Pensó que así, al ahorrarse el tiempo de aparcar, lo ganaría para su cometido.

Llegó poco después de abrir, alrededor de las diez y cuarto. Moisés, su viejo compañero de fatigas en la conserjería se sorprendió al verle.

-          Hombre, Roberto, ¿te has perdido?
-          Hola, Moi, ¿cómo lo llevas? – Sus palabras salieron entrecortadas, tratando de recuperar el resuello.
-          Tío, te veo en forma. – El sarcasmo le dio a Roberto un abrazo de bienvenida.
-          Que te den, Moi. ¿Está Felipe por ahí? O Catalina, cualquiera de los dos me sirven.

Felipe y Catalina eran los encargados de investigación y datación del MARQ. Si alguien le podía ayudar eran ellos.

-          Felipe, Catalina está de vacaciones. ¿Quieres que le llame?
-          No, lo pregunto porque estoy haciendo una encuesta…
-          Tampoco te pongas así, hombre de Dios. Que poco aguante. ¿Lo llamo entonces?
-          Me saturas Moi, me saturas. Sí, llámalo haz el favor.
-          ¿Ves como no cuesta nada pedir las cosas?

Acto seguido descolgó el teléfono y llamó al tal Felipe. Tras una breve charla Moisés le dijo que esperara, que enseguida bajaba. Y así lo hizo. No fueron más de cinco minutos, pero a él  se le hicieron infinitos. Tras dar más vueltas al patio frontal del museo de las que serían previsibles en ese espacio de tiempo llegó su interlocutor. El doctor Felipe Radacina La Hoz.

El doctor Radacina aparentaba ser un hombre tranquilo. De unos cincuenta años de edad, las canas estaban respetando a sus cabellos castaño oscuro. Su rostro traía a tu mente la palabra entrañable. Su sonrisa te aportaba tranquilidad.

-          Roberto, que alegría verte. ¿Qué es de tu vida? – Las palabras dejaron paso a un más que acogedor abrazo.
-          Bueno, sigo con mis cosillas. Ya sabes.
-          Ya, ya recuerdo. Me alegro que no te lo hayas malgastado todo aún.

Felipe se refería al dinero que la Diosa Fortuna tuvo a bien concederle a Roberto a través de la loto. Fue el único acertante de un premio de quince millones de euros, y pese a haber sido siempre más bien manirroto, en este caso estaba sabiendo manejar el capital.

-          ¿Y qué te trae por aquí? Pareces inquieto. – Prosiguió el doctor.
-          Bueno, quería ver si me podías ayudar con esto. – Le entregó el sobre con la carta en el interior. – ¿Es tan antiguo como aparenta?
-          Vamos dentro. – Le hizo un gesto invitándole a acompañarle.

El despacho era amplio, con una gran mesa de madera noble, una mezcla entre caoba y cerezo. La silla de Felipe no desentonaba para nada con el tamaño de la mesa. Tapizada en cuero marrón oscuro. Enfrente había dos sillones, marrones también, para las visitas. Las paredes estaban repletas de estanterías abarrotadas de libros. A Roberto le parecía increíble que pudiera haber tanto libro en tan poco sitio. Pero es que a él cuatro libros ya le habrían parecido demasiados.

Una vez sentados ambos, el doctor Radacina comenzó a escudriñar a fondo tanto sobre como la carta. Los gestos de interés y asombro que iban apareciendo por su rostro le indicaban a Roberto que después de todo a lo mejor había algo de cierto en todo aquello.

-          ¿Qué te preocupa Roberto?
-          Bueno, quiero saber de cuándo puede ser. Lo acabo de recibir hoy, y lo que hay escrito ahí es tan raro que lo primero que quiero saber es si es posible que pueda ser tan viejo como aparenta y dice en la carta.
-          Ya sabes que mi especialidad es la historia más antigua. De todos modos por la clase de papel si te puedo decir que podría ser de finales del siglo dieciocho o principios del diecinueve. ¿Quieres que llame a un amigo que es bibliotecario y documentalista? Él te sabrá ayudar mejor.

Así lo hicieron. La respuesta del especialista fue satisfactoria. Como bien le había dicho Felipe, el documento debía de ser de finales del siglo dieciocho, tal y como rezaba en su interior. La tinta era acorde con la época. Todos los indicios apuntaban a la veracidad del documento. Incluso el bibliotecario le pudo decir que sí conocía a Gustavo Gómez-Delvalle Mendiolagarai. Que había varios textos publicados sobre él y un par de ellos escritos por el propio alquimista.

Todo este aluvión de información no le tranquilizó, al contrario. Cada paso que daba le inquietaba más. El siguiente debía ser averiguar si existía Alicia Yago Hernández. Aunque ya le cabían pocas dudas al respecto, tenía la esperanza de algo de todo aquello fuera mentira. No podía cargar con la responsabilidad de una vida sobre sus hombros o su conciencia.

Volvió a su casa para indagar más sobre la mujer. Lo intentó primero por internet. Era un medio que dominaba, de algo tenían que servir las horas ociosas que pasaba merodeando por esos mundos del ciberespacio. Tecleó el nombre en el buscador y allí apareció. La primera sensación fue de desilusión, su esperanza se había ido a pique. Tras sobreponerse a ese breve momento de bajón empezó a curiosear más.

La señorita Yago era periodista. Al parecer de carrera más que prometedora. Había varios artículos escritos por ella, todos ellos de investigación. También había otros que hablan de ella. De sus virtudes, de su meteórico ascenso en la profesión. De su buena reputación y de algunos premios que ya había ganado. Todo ello con poco más de treinta años.  Gracias a los datos de una de sus redes sociales averiguó que vivía cerca de él. Suspiró. Parecía ser que el nigromante no había dado puntada sin hilo.

Seguía sin entender por qué él. No era miembro de las fuerzas de seguridad del estado. Tampoco estaba especialmente en forma, ni había tomado ninguna clase de formación en ningún arte marcial, ni en ninguna disciplina de defensa personal. Hasta el momento sus puntos fuertes habían sido fácil acceso a gente que pudiera datar y verificar, en buena medida, la veracidad de la epístola y del autor. El otro punto a su favor era la cercanía. Y si se quiere, el tiempo libre que su situación económica le daba también iba a su favor.

Tenía que sacarse todas esas dudas de la cabeza y tratar de idear un plan. Es cierto que había hecho muchas averiguaciones en tan sólo un día. Pero también lo era que las poco más de tres semanas se podían hacer muy cortas. Antes que nada lo que tenía que averiguar era cómo podía acercarse a ella. Ya sabía dónde trabajaba y cómo era, ya que había varias fotos de ella en la red.

El primero de una larga lista de palos de ciego que se le ocurrió dar fue averiguar cómo iba al trabajo cada día. A la mañana siguiente se apostó bien temprano en la acera de enfrente a dónde había averiguado vivía Alicia. Eran las siete y diez cuando la vio salir caminando en dirección a la parada del autobús. La siguió lo justo para ver que verdaderamente era allí dónde se dirigía y que tomaba el bus. Así fue. No era mucho para un día, pero eran buenas noticias. Siempre era más fácil interactuar con alguien en un autobús que si fuera en su propio coche.

Al día siguiente la esperó en la parada. Él llegó antes de las siete. Ella a la misma hora del día anterior. Hasta ese momento no se había fijado al cien por cien en ella. Las preocupaciones de los días anteriores le habían privado de ello. Admitió que las fotos no le hacían justicia. Era una mujer alta, casi tanto como él. Debía rondar el metro ochenta. Figura esbelta, pero esbelta de verdad, no de esas delgaduchas tan de moda. Tenía curvas como una carretera de montaña y sabía sacarles partido. Aunque iba vestida de manera medianamente tradicional. Tipo ejecutiva. Él no era un experto en moda, ni mucho menos. Pero si supo apreciar el traje de chaqueta del cual no iba a aventurarse a decir ningún color, ya que seguramente no atinaría. Lo que sí tenía claro era que a ella le favorecía. Incluso resaltaba el color de sus ojos verdes clarito. La larga melena le llegaba casi hasta la mitad de la espalda, el color era rojo y aunque tampoco era experto en peluquería, si tuviera que apostar lo haría porque ese era su color natural. Era guapa. No de esas bellezas casi insultantes, era más el tipo de belleza del día a día. Del que no parece que con el tiempo vaya a marchitarse lo más mínimo.

No le dijo nada. Ni siquiera la saludó. Se limitó a subir al autobús después de ella y a mantenerse a una distancia prudencial. El trayecto duró unos quince minutos, hasta donde ella haría el trasbordo, y atisbó a escuchar una conversación de ella con otra mujer sobre ir o no al gimnasio esa tarde. No la siguió al otro autobús. Continuó una parada más para bajar y tomar uno de vuelta a casa.

Su siguiente palo de ciego fue aventurarse a que el gimnasio del que hablaban sería, por lógica, el más cercano a su casa. Se acercó a él por la tarde temprano, casi después de comer, ya que no sabía a qué hora iría. Si es que lo hacía. En este caso tuvo que esperar casi dos horas, en una cafetería cercana, hasta que la vio aparecer. Efectivamente era allí dónde iba. Otro día aprovechado, pero también uno menos antes de la fecha tope que le había marcado Gustavo.


miércoles, 27 de noviembre de 2013

El Sobre (1ª parte de 3)



La mañana había empezado como era habitual, justo después de la noche. Con los primeros atisbos de luz se comenzó a escuchar el alegre ajetreo de los pajarillos que poblaban los árboles de su jardín. Nada de esto era apreciado nunca por él, ya que su cerebro solía ponerse en marcha con el sol mucho más alto. Pero aquella mañana alguien se dispuso a truncar su racha de setecientos cuarenta y dos días levantándose pasadas las once de la mañana.

Era el timbre de la puerta. Al principio su cerebro, acostumbrado a estas triquiñuelas, quiso incorporar el sonido al plácido sueño del que estaba disfrutando. El timbre siguió sonando y el cerebro resistiendo, cual púgiles en un combate a doce asaltos. Ganó el timbre por KO en el cuarto. Ante tal derrota no tuvo más remedio que despertarse y hacer que sus pies le guiaran hasta la puerta. Más valía que fuera suficientemente importante como para haber dejado su marca en 742, su segunda mejor y a sólo siete días del record.

En la puerta había un muchacho. Todas las pistas visuales, gorra, parche bordado en la camisa, furgoneta aparcada en la acera, hacían presagiar que trabajaba para una compañía de reparto de paquetería y correo. Así era.

-          Hola buenos días, ¿el Señor Dólera Marhuenda? – La sonrisa del muchacho hacía ver que era un buen profesional. Ayudaba a que, a pesar de haberle hecho levantar de la cama, las ganas de insultarle se calmaran.
-          El mismo. – No le insultó, pero tampoco le iba a ofrecer su amistad eterna.
-          Pues si es tan amable de firmar aquí.

Lo hizo a duras penas. Más que firmar la entrega de una carta parecía estar firmando su petición de última cena. El muchacho de la mensajería le hizo entrega del sobre y de otra sonrisa. Él le correspondió cerrándole la puerta en sus narices, más con desgana que mala fe.

Sin prestarle demasiada atención lo dejó sobre la mesa del salón y se dirigió a prepararse una buena taza de café. Para él era imposible ponerse ahora a leer sin antes una buena dosis de cafeína que le ayudara a poner sus neuronas en funcionamiento. Miró el reloj de la cocina. Eran las ocho y treinta y siete minutos. Refunfuñó y maldijo al pobre repartidor.

-          Seguro que esta ha sido su primera parada en la ronda de reparto. No podía haberme dejado para el final, no... – Lo dijo en voz alta con la idea de que todo su cuerpo se pusiera en marcha cuanto antes. Su cerebro le pedía volver a la cama, pero la curiosidad en este caso pudo más.


Mientras apuraba las últimas gotas de cafeína empezó a pensar. ¿Quién le podía enviar a él algo? No recordaba haber hecho pedido alguno. Ni estaba cerca la fecha de su cumpleaños y para las fiestas navideñas quedaba más de un mes. Esas eran todas las opciones que su cerebro, al quince por ciento de funcionalidad en el que se encontraba, era capaz de discernir.

No retrasó más el momento y se dispuso a abrir el sobre. Era un sobre normal, de esos típicos de alguna clase de plástico con el logo y los colores de la empresa y, a juzgar por el tacto, con plástico de burbujas en el interior. Eso le hizo sonreír. Si lo que había dentro no era de su agrado o interés, siempre podía pasar un buen rato haciendo estallar las burbujas.

Cortó el sobre por uno de los laterales más estrechos y sacó lo que había en su interior. Era otro sobre. Lo primero que se le vino a la cabeza fueron las muñecas esas rusas, Matriuskas o como quisieran llamarse. Esperaba que no fuera ese el caso. No se imaginaba nada más patético que ir abriendo un sobre tras otro. No fue así.

Éste sobre en cuestión aparentaba ser antiguo. Pero no antiguo de una década o dos. Antiguo de un par de siglos, como poco. Incluso tenía uno de esos sellos lacrados que salían siempre en las películas. Esto le intrigo aún más. Con mucha más delicadeza que con el anterior sobre lo abrió. Si de verdad era tan antiguo como parecía temía que se le deshiciera en las manos. A lo mejor dentro había algún texto importante, valioso, pensó. Para acto seguido refutarse a sí mismo con otro pensamiento, ¿quién le iba a enviar a él algo valioso así, sin más?

Los pensamientos dejaron paso a lo realmente importante. Averiguar que traía en su interior tan vetusto sobre. No era otra cosa que una carta. No era un experto en caligrafía, pero la primera impresión que le dio era que estaba escrito con pluma. Pero no una estilográfica, una pluma de algún ave. La curiosidad iba en aumento. A lo mejor sí era algo valioso después de todo. Empezó a leer. Y a no creer lo que estaba leyendo.

“Estimado señor don Roberto Dólera Marhuenda, me dirijo a usted para pedirle un favor. Ya sé que estará usted sorprendido, cuanto menos, al recibir esta epístola. Permítame, antes de nada, presentarme. Mi nombre es Gustavo Gómez-Delvalle Mendiolagarai.”

No entendía nada. Varios pensamientos le venían a la mente. El último de ellos era que quienquiera que fuera el que había escrito aquella carta tenía más letras en los apellidos de las que él era capaz de discernir a esas horas. Pero lo más preocupante era que sabía cómo se llamaba. Era intrigante a la vez que inquietante. Prosiguió.

“Le escribo esta carta el día doce de septiembre de 1786, desde la Villa de Madrid, y espero, y confío, que le llegue a usted el día seis de noviembre de 2013, si mis cálculos son correctos y el sistema de correo funciona bien.”

Miró estupefacto la fecha en su teléfono móvil. Era el día seis de noviembre de 2013. Esto no podía estar pasando, pensó. Debía ser alguna clase de broma, de error.

“Si todo ha funcionado como debe, la vida de una persona “solamente” estará en peligro. De lo contrario es muy probable que ya haya muerto o que lo haga en breve.

Ese es el favor que le pido. Que salve a una persona cuya vida corre un más que serio peligro. Su nombre es Alicia Yago Hernández y, si usted no consigue remediarlo, morirá el día veintinueve de ese mismo mes de noviembre de 2013.

Imagino cómo le debe sonar todo esto, Sr. Dólera. Comprendo cuanta confusión le deben haber creado estas palabras. La cantidad de ideas, de pensamientos contradictorios que estarán agolpándose en su mente. Ese es el motivo por el cual espero que esta epístola le haya llegado en la fecha prevista. Para que usted se centre. Haga sus averiguaciones sobre mí, si lo cree necesario. Y sobre la señorita Yago también, a fin de que todo pueda terminar en bien.

Puedo ayudarle a entender, a aclarar alguna de sus dudas. La de cómo puedo saber de su existencia y de la damisela en apuros, por ejemplo. Muy sencillo, aunque le creará más dudas seguramente. Soy un nigromante. Un brujo. Un alquimista. En ocasiones puedo ver lo que sucederá en el futuro. Aunque he de reconocer que en este caso el primer sorprendido fui yo.  Nunca había visto un futuro tan lejano del mío.

Si se pregunta por qué usted y no otra persona. Le diré que en mis visiones aparece usted como la persona que más recursos tiene a su alcance y la más disponible, a la par que dispuesta.

Otra de mis ayudas va a ser darle algunos datos del pasado más reciente no tanto suyo como de lo que le rodea. Como por ejemplo que ciertos derechos sociales que tan duramente fueron luchados hasta conseguirlos les están siendo mermados, cuando no arrebatados. Sin embargo habrá mucha más gente debatiendo sobre quién debe ser el ganador de un dorado trofeo, si un deportista argentino, uno francés o un portugués.

Podría seguir exponiéndole datos. Sobre que, por ejemplo, el partido que ahora gobierna en España tiene una especie de ave junto a sus siglas, en blanco sobre azul. Que, contra todo pronóstico, sigue existiendo la monarquía. Pero creo conveniente despedirme ya de usted. Dejo en sus manos el hacer lo correcto. Haga sus averiguaciones. Investigue. Tenga todas las dudas que quiera y despéjelas. Pero sobre todo, haga lo correcto.”

Ya sólo quedaba la firma y rubrica del brujo de nombre kilométrico. Junto con la fecha y un sello lacrado. El mismo que había visto con anterioridad en el sobre.

Tardó en reaccionar. No podía salir de su asombro. De hecho, el mismo asombro no podía salir de su asombro. ¿Qué debía hacer? Si había una posibilidad, por remota que fuera, de que lo que decía en la carta fuera cierto y no hacía nada al respecto, la vida de una persona cargaría sobre su conciencia. Por otro lado, si actuaba y luego era todo una pantomima, quedaría como un lunático. O algo peor. 


lunes, 25 de noviembre de 2013

Día 17: Una nueva vida



Diecisiete días. Diecisiete días con sus correspondientes noches. Todo ese tiempo ha pasado desde que empezó mi nueva vida. Una nueva vida que ha supuesto un cambio radical. Un giro insospechado y no ya de ciento ochenta grados. Lo ha sido con doble carpado y tirabuzón. La caída ha sido lo peor. Una caída real y metafórica también. Ha sido darse de bruces contra la cruda realidad. En muchos casos literalmente.

Yo no era nada más que otro parado en este estupendo mundo al que los bancos y los políticos nos han conducido. Un número más. Alguien que pasaba semanas enteras entregando currículos a diestro y siniestro y otras tantas maldiciendo, saliendo de casa sólo para dar largos paseos, de las pocas cosas que eran gratis todavía. Pasando los días. Sin más. Con amarguras y alegrías, pero sin la necesidad de contarlos. O de escribir sobre ellos. Hasta hace diecisiete días.

El día en que todo cambió. No sé si exactamente ese día cambió para todo el mundo, para gran parte de él, o para sólo unos pocos. Pero lo hizo para mí.

En principio parecía un día más. Me había levantado temprano, a eso de las ocho, y después de desayunar me marché a dar uno de mis paseos matutinos. Mi música, mis pensamientos y yo. Ese era todo el elenco de la travesía. Tras poco más de media hora llegó. Fue sólo un traspié. Nada del otro mundo. Lo suficiente para caer de bruces. En ese momento me preocupó más el hecho de que me hubiera visto alguien. De haber hecho el ridículo. De ser el causante de alguna risa, que de si me había hecho daño o alguna herida. Craso error. Ahora lo sé.

Sí me había hecho un par de cortes en ambas rodillas y un rasguño en el antebrazo. No las veía en ese momento, pero notaba el hilillo de sangre en las heridas. También notaba esa sensación de escozor típica. Pero seguía escociéndome más el orgullo. Volví a casa más pronto de lo habitual. Para ver la magnitud de las lesiones. No eran gran cosa. Así que yo mismo me las curé. Un poco de agua oxigenada y yodo. Craso error. Fue el definitivo.

A la mañana siguiente empezaron los síntomas. Fiebre, mucha fiebre. Por dentro notaba como si alguien estuviera hirviendo mis tripas para luego licuarlas. El tercer día se me empezó a escamar la piel. La perdí en algunas zonas, sobre todo las circundantes a las heridas. Yo me inflaba a antibióticos. Podía haber ido al médico, sí. Pero ahora sé que el resultado habría sido el mismo.

El cuarto día fue el que marcó todos los siguientes. Los síntomas remitieron. Al despertar por la mañana no estaban. Pero sólo se habían marchado para dar paso a algo peor. El hambre. Un hambre extrema. Como si llevara milenios sin comer, sin exagerar.  Nada de lo que había en la nevera parecía satisfacerme. Salí a la calle por primera vez después del accidente. La gente, al  verme, huía despavorida. No todos. Pude alcanzar a una. Entonces lo entendí. Vi en lo que me había convertido. No enseguida, me costaron varios bocados a una pobre anciana entenderlo. De algún modo me había transformado en un monstruo, en una especie de zombi. Está claro que la caída fue el detonante. Lo que activó algún tipo de infección. En ese momento no lo sabía, pero no había sido el único. Luego supe que era algo global.

Parecería que la cosa no podía ir a peor. Craso error. Podía. Cuando hube devorado media anciana lo noté. Algo fallaba. Mis tripas comenzaron a revolverse. Convulsiones. Arcadas. Y por fin, vómitos. En ese momento no lo entendía. Tardé un par de días más. Y varios pobres incautos que sirvieron como presa de entrar y salir. Mi cuerpo me pedía carne. Cruda a poder ser. Pero el mismo cuerpo la rechazaba acto seguido, para pedir unas verduritas o algún tipo de fruta. Era el colmo. Yo, que había renegado siempre de ese hábito. Que me había burlado de algunos amigos por ello. ¡Yo!... No se podía tener más mala suerte.

Ese es el motivo principal por el que tras diecisiete días, con sus respectivas noches, no me he unido a ninguno de los grupos de infectados. Tendré que hacerlo, no quedará más remedio. Pero sólo de pensar en ese momento, en el momento de presentarme ante ellos, me aterra. Me aterra más de lo que yo lo hago con los vivos. Me paraliza solo de pensarlo. De verme a mí mismo diciendo delante de todos:

-          Hola, me llamo Vito y soy un zombi… vegetariano…

  
      Vito continúa su viaje aquí.

      Canción para amenizar el texto: A new life - Marshall Tucker Band