Las imágenes venían como a trompicones. Como si fuera un fotograma a la vez. Los colores no estaban. Sólo el blanco, el negro y toda la gama de grises intermedia. Tampoco había sonido. No era silencio lo que había. El silencio no deja de ser un sonido. Esto era la total ausencia de él. Sentía un “pum pum pum” en mi pecho. Y lo que era más extraño, dolor. Sentía dolor. Algo de lo que había oído hablar, sobre lo que había leído, sabía que existía, pero que nunca había experimentado. Era algo que les pasaba a los demás. De repente vino todo el sonido de golpe. Fue como una especie de explosión. Voces, ruidos de motores, cláxones, toda la gama de sonidos que hay en una ciudad en hora punta. Las imágenes comenzaron a coger velocidad. Y los colores volvían a su ser. Todo lo que había estudiado, todo lo que sabía, comenzaba a cobrar vida.
Pero todo eso era secundario. Lo importante era lo que no
sabía. No sabía dónde estaba. Y lo que era más importante: no sabía cuándo
estaba. Y eso, si te dedicas a lo que yo, es bastante importante.
Hacía poco que había comenzado a trabajar para La
Maquinaría. No éramos dioses. Ellos eran creación nuestra y se limitaban a
hacer caso omiso de las plegarias de sus fieles y a jugar a los dados. Eran una
de las muchas distracciones que habíamos creado. Quizá no de las mejores. Pero
al ser de las primeras se les tenía cariño. Eran algo obsoleto, pero aun así
los manteníamos en funcionamiento.
Nosotros nos encargábamos de las campañas de información y
desinformación. De todas ellas. Al ser otra de nuestras funciones El Tiempo,
teníamos una visión global de todo. Del Todo más absoluto. Y nos encargábamos
de que ciertas cosas fueran entrando suavemente en la frágil mente de la Humanidad.
Por eso enviábamos a agentes nuestros a hacer las funciones de información.
Para los humanos eran genios de la literatura, como Verne, Lovecraft, Wells, Stoker,
Asimov. Del cine, como Kubrick, Lucas, Spielberg, Romero. En definitiva
cualquiera de los que habían sido catalogados como: adelantados a su tiempo. Íbamos
concienciando a la población de las cosas que les iban a ir llegando. Viajes
espaciales. La llegada a la luna. Viajes en el tiempo. Apocalipsis zombi.
Invasiones alienígenas. Toda clase de monstruos, vampiros, hombres lobo. Toda
la mitología al completo.
Muchas veces, esto ya era por diversión, mandábamos a gente
que escribiera lo contrario. Que desinformara. Que creara todas y cada una de
las teorías conspiranoicas posibles. Pero ya digo que esto era por puro entretenimiento.
Era divertido ver como a mucha gente le era más fácil creer estas teorías,
ridículas en su mayoría, bien argumentadas pero ridículas, que la pura
realidad. Les negábamos los viajes a la luna. Les montábamos películas sobre
asesinatos de presidentes. Les decíamos locuras sobre restaurantes de comida
rápida. Lo que fuera. Sobre cualquier tema hacíamos una teoría y siempre había
gente dispuesta a creerla y a difundirla.
Pero ahora no importaba. Ahora quería saber dónde y cuándo
estaba. Y me preocupaba el cuándo casi más que el dónde. No quería estar aquí
abajo el día que todo acabe. No literalmente. Pero sí el día que más gorda se
lio. No es que a mí me fuera a afectar.
O al menos eso creía. Aunque en vista de todos los síntomas que tenía, el
sudor, el dolor, el hambre. Todo me llevaba a que me habían humanizado. Que me habían
bajado para algo. Y no tenía lógica. A mí no me correspondía nada de eso. Yo
era un ejecutivo de alto rango. Un burócrata. Era de los que mandaban. O lo que
es lo mismo, un incompetente. Eso no cambiaba. No en vano Todo era creación
nuestra. Como dijimos en una ocasión, a nuestra imagen y semejanza.
Ese era el motivo por el que yo no debía estar allí. Yo no
era un artista. No era Da Vinci, ¡por favor! Tampoco podía buscar ayuda. Si
contara mi historia, ¿quién me iba a creer? Me tomarían por loco. Les había
pasado a muchos de los nuestros, a muchos de los que habíamos enviado a
suavizarles el futuro. A Galileo, por ejemplo, casi lo queman en la hoguera. Y
aunque pudiera pedir ayuda, ¿cómo me iban a ayudar? Sólo nosotros tenemos el
poder de hacer subir o bajar a los nuestros.
Empezaba a verlo claro. Tenía que haber sido alguno de mis
subordinados. Al llevar tan poco tiempo en la Empresa y haber entrado ya en los
rangos superiores me había creado un buen número de enemigos. Y mi egolatría
tampoco ayudaba. Había habido incluso huelgas. Las huelgas no eran buenas.
Cuando había huelgas nadie avisaba de lo que iba a ocurrir. Y llegaban las
guerras. Podían duran siete días o cien años. Dependiendo de lo que durara la
huelga arriba. Pero esto había sido peor. Nunca habían desterrado a un
ejecutivo. Por mal que lo hubiera hecho.
-
Esto es inadmisible. ¡Inadmisible! ¡Devolvedme
arriba! – Grité. Grité como no sabía que se podía gritar. La gente a mí
alrededor me miraba extrañada.
-
Ni de casualidad. – Sonó en mi interior.
-
¿Cómo?
-
Que ni lo sueñes. Te vas a quedar ahí un tiempo.
Vas a ver qué divertido es vivir la vida que gente como tú les hace vivir. Lo
que les hacéis sufrir. Cómo les hacéis morir.
-
Pero… ¿Cuándo estoy?
-
No lo querrás saber…
-
No… No puede ser…
-
Lo es… Diez, nueve, ocho
-
Para. Páralo. Súbeme. – Ya no me importaba que
la gente me mirara como a un loco. Que me grabaran en vídeo. Que llamaran a las
autoridades. Eso era lo de menos.
-
Siete
-
Corran. ¡Corran a refugiarse! Y tú, el de
arriba. Tienes que pararlo.
-
No puedo, seis. Era una de tus órdenes. Cinco.
-
Pues yo te ordeno que lo pares. Esa es mi orden
ahora. ¡Ya!
-
Cuatro. No sé si puedo. Tres. ¿Y todo el
papeleo? Dos.
-
¡Hijo de puta! ¡Va a morir mucha gente!
-
¿Y ahora lo piensas? Uno. – Hubo un resplandor.
Y luego silencio. Otra vez ese silencio. Las imágenes volvían a ralentizarse.
Sólo que ahora sí reconocía el lugar. Y el tiempo.
Volvía a estar arriba. Aunque, en parte me sentía aliviado,
por otro lado tenía una sensación de desazón. De remordimiento. De saber que
algo malo ha ocurrido por mí culpa y no poder remediarlo.
-
Eres un cabrón. Podías haberlo parado. Te ordené
que lo pararas. – Le dije.
Él se limitó a sonreír. Y con un gesto me invitó a que
mirara una de las pantallas de control. Ahí seguía, como si nada hubiera
pasado, la Humanidad. La vida seguía fluyendo. A la espera de que alguien como
yo jugara a ser un asesino en masa o que alguien como él tuviera el suficiente
valor para evitarlo. Para enfrentarse a su mando superior. A rechazar una orden.
A evitar una masacre. A enseñarnos, a los que mandamos, que no todo lo que
nosotros vemos aquí arriba, tiene que pasar allí abajo. Que está en nuestras
manos saber elegir.
-
Señor Bermúdez, despierte, tiene que tomarse la
medicación.
-
¿Qué? ¿Cómo? ¿Quién? – Habría hecho más
preguntas, pero las palabras me dolían al salir de mi boca. Como si fueran las
primeras en salir.
“¡Sorpresa!” – Él, otra vez era
él, dentro de mi cabeza.
-
¿Qué me has hecho? ¡Vuelve a subirme!
-
¿Con quién habla, señor Bermúdez?
“Eso, ¿con quién hablas? Explícaselo. Me gustará verlo.”
-
¿Son las voces en su cabeza otra vez?
-
Sí. ¿Qué? ¡No! – Cada vez estaba más aturdido.
Más descentrado. Más atemorizado. - ¿Dónde estoy?
-
¿No sabe dónde está?
-
¡No! ¿Sí? Quiero decir…
“Muy bien, sigue así. Que noten tu salud mental…”
-
¡Cállate!
-
¿Me dice a mí?
-
- No… No lo sé… - Las palabras se arrastraban,
como dolientes en un funeral.
-
Tómese la medicación. Ya verá como todo mejora.
“Sí, ya verás como todo mejora…
¡Nos vemos al otro lado!” - La voz sonó como un guiño. La clase de guiño que te hacen cuando quieren que guardes un secreto. O cuando estás a punto de gastar una broma.
Y volvió el silencio. Esta vez dentro de mi cabeza. Y nunca
más ha vuelto a romperse. Si es que alguna vez lo hizo.
Texto inspirado por la foto de Diego Escolano.
Me encanta leerte, pero a este dale un repaso porque tienes faltas, comida de letras, letras cambiadas, nada que una relectura no arregle.
ResponderEliminarMe ha gustado.
Un abrazo.
Gracias. Creo que ya está corregido. Aunque seguramente no sea así. Siempre se me queda algo. No se cómo lo consiguen, pero siempre queda algo...
EliminarUn saludo