Querido diario... Nunca, ni en mi más tierna infancia he
usado esa frase. Querido diario… ¿Qué puede tener de querido un conjunto de
hojas, unidas por un lateral y encuadernadas con mayor o menor gusto? Querido
diario… Me niego, aunque ahora sí que escribo todo lo que me pasa, para dejar
constancia, por si a alguien le sirve algún día, yo me niego a comenzar así
cada día.
No son días para “queridos diarios”. Esos días acabaron. Al
menos durante un buen tiempo, siendo optimistas. Yo no lo soy. No lo era antes
del Día del Apocalipsis. Así lo han llamado. Parece que algunos tenían muchas
ganas de usar esa denominación, y no han dejado escapar la ocasión.
Una cosa curiosa de todo esto es que, son los vivos los que
han abandonado sus casas. Los no muertos o bien hemos permanecido en las
nuestras o hemos ocupado otras. En mi caso continué en la mía más de un mes.
Hasta que ya no pude más con la soledad. Lo cual nunca me había importado. La
soledad. A veces era la mejor de las compañías, pero desde que todo se fue al
carajo iba creciendo en mí el instinto de manada. De unirme a un grupo.
Tampoco tuve que ir muy lejos. En un edificio cercano a mi
casa había acampado un buen grupo de no muertos. De zombis en concreto. Me acogieron bien. Quizá en otras circunstancias,
con más vida en nuestros cuerpos, habría habido reticencias. En estas
circunstancias no. Todo el mundo parecía ser bienvenido.
Cada uno contaba su historia. Cómo había vivido ese día.
Dónde estaba. Con quién. Qué le había llevado a cambiar. Todas terminaban
igual. En ese edificio abandonado por la vida, ocupado por la no muerte.
Me hice muy amigo de Daniel. A él le pilló en la consulta
del dentista. Había ido a hacerse un implante y cuando estaba anestesiado la
enfermera le mordió. Algo que en otras circunstancias podría haber sido hasta
sexy, en este caso fue letal.
Daniel es un tipo majo. Más bien rechoncho que alto. Su
actual cara hace ver que en su vida tenía que ser el típico amigo que se
desvive por los demás. De hecho sigue haciéndolo. Aunque quizá ahora sería más
correcto decir se “desmuere”. Lo siento, son bromas de los no muertos. Prosigo.
Daniel… Aunque en esta época, en nuestros grupos, nadie usa los apellidos,
Daniel siempre se presenta con el nombre completo.
-
Hola, soy Daniel Pereda Randolí. – Me dijo
cuándo se me presentó. Y lo acompañó con una sonrisa. Parece como si esta nueva
etapa a él no le afectara.
-
Hola, yo soy Victoriano Gárate Morera, pero
todos me llaman Vito. – Le adjunté mis apellidos y una cara de asombro.
-
¿A qué viene esa cara, Vito? – Ahí seguía, su
sempiterna sonrisa.
-
Me asombra verte sonreír.
-
¿Por qué?
-
Hombre… Ya sabes… Estos días oscuros… El rollo
éste de la no muerte. De comernos a nuestros semejantes… No sé, llámame raro a
mí, a lo mejor…
-
Pero tiene sus ventajas. – Mi mirada de asombro
aumentó exponencialmente. No hizo falta preguntar. – Sí, verás, nosotros no
vamos a envejecer mientras estemos así. Por lo tanto cuando encuentren una
cura, hayan pasados tres meses o treinta años, seguiremos con nuestra edad.
Cuando encuentren una cura… ¿Maravillosa utopía? ¿Algo a lo
que aferrarse? ¿O realmente era una posibilidad?
Al parecer hay un paciente cero. No sólo aquí, en España,
cada país tiene el suyo (o cree tenerlo, no sé cómo de sencillo puede resultar
saber quién es el paciente cero, a no ser que sean ellos los que lo hayan
provocado). Él podría tener la base de la cura. Por lo que me cuenta Daniel,
los primeros infectados, siendo conscientes como somos de nuestra enfermedad, procuraron infectar cuanto
antes a médicos y enfermeras. Y éstos a su vez, al ir incorporándose a su nueva
condición, y aconsejados por sus correspondientes grupos en algunos casos, y
por iniciativa propia en otros, fueron infectando a investigadores.
Puede que no haya cura, pero al menos con esas acciones se
consiguió que hubiera un interés por, cuanto menos, tratar de encontrarla. De
lo contrario quién sabe qué suerte estaríamos corriendo ahora mismo.
Me despido por hoy, querido diario. Hemos quedado para salir
a comer algo… A alguien... Sigue sentándome mal la carne humana. Siguen
llamándome más las verduras, pero debo superarlo. Esta es mi vida ahora y debo
de tratar de ir acomodando mi cuerpo a su nueva dieta.
Antes de irme, quiero dejar constancia de mi intención de
mudarme de nuevo. A pesar de esta viviendo en una casa mucho más confortable
que la mía. A pesar de que el anterior inquilino tenía una más que buena
colección de vinilos y un equipo de música cómo jamás había visto. A pesar de
haber encontrado un grupo acogedor y entrañable, con Daniel a la cabeza de
ambas virtudes. Pero debo marchar. No quiero que llegue el momento en que tenga
que comerme a algún conocido. Todavía no ha ocurrido, pero las posibilidades
son altas. Y a pesar de que la mayor parte del día somos conscientes de nuestros
actos, en los momentos en que el hambre aprieta y el cerebro pide carne parece
salta un relé. Algo pasa que nos vuelve bestias, animales, monstruos.
Con todo el dolor de mi corazón mañana partiré. Rumbo al
oeste. Quizá a la busca del paciente cero, quizá solamente alejándome de aquí,
de esta casa, en busca de un nuevo hogar. A fin de cuentas, una casa (por bien
surtida que esté) no siempre es un hogar.
Canción para amenizar al texto: A house is not a home - Luther Vandross
Felicidades, me ha encantado este relato visto desde el otro lado, es algo nuevo, Un abrazo.
ResponderEliminarGracias Ana, Vito continuará si viaje por este blog...
EliminarSaludos
Me ha gustado mucho. Este Vito es un cachondo mental. Lo único que no sé si los otros son como él o no? supongo que sí, pero entonces de qué viene lo de no comerme a un conocido? ¿se comen entre ellos?
ResponderEliminarUn abrazo.
Sí, todos los zombies son conscientes, al igual que Vito, de su "enfermedad". El temor de Vito, de comerse a un conocido, no es por comerse a un colega zombi, si no más bien de encontrarse a algún vivo conocido o familiar y no poder evitar comérselo.
EliminarSaludos
Gracias.
EliminarMuy buena historia!
ResponderEliminarBesitos.