domingo, 26 de enero de 2014

La Casa Del Acantilado


La puse sobre la cama muy lentamente, la habitación estaba repleta de silencio y oscuridad. Fuera de ella las condiciones eran las mismas, una tranquilidad absoluta, “es lo bueno de vivir a las afueras de las afueras”, me dijo el tipo que me la vendió hace un par de años.


Una vez la hube acomodado y como absorbido por un temor incombustible, por el temor de conocer la respuesta a una pregunta sin plantear, alcé mi mano. Una mano que se convulsionaba presa de todos los miedos pasados y venideros. Una mano que recordaba a aquél cuerpo al milímetro, pero también lo recordaba en mejores momentos que el presente. Las miré a ambas, a mi mano y a ella, y me provoqué un suspiro. Quizá pretendiendo que ese suspiro ejerciera como una orden suprema para la mano y dejara de tambalearse como un borracho en un tren. Surtió más efecto del esperado y menos del conveniente. Aun así, la mano tomó rumbo directo al cuello de ella. Con la proximidad, la firmeza iba en aumento. Podía ser el fin, aunque yo no lo quería así...


No hacía tanto que nos conocíamos, apenas tres años, aunque a nosotros nos parecía toda una vida, y un segundo al mismo tiempo. Nos daba la sensación de que no había un antes, como si hubiéramos borrado toda huella del pasado, tanto lo bueno como lo malo. Sólo estábamos nosotros y el tiempo se paraba y volaba cuando estábamos juntos.


Nuestro primer encuentro fue bastante inesperado, podría decirse. Ella vino a una entrevista de trabajo. Yo ofertaba una plaza de secretaria personal, de esas que te tienen planificado el día, qué digo el día, te planifican semanas enteras si te descuidas. Mi anterior secretaria, Carmen, una encantadora mujer, eficiente hasta el abuso, desvivida por el trabajo las veinticuatro horas del día, había llegado a la edad de la jubilación. Menuda molestia. Es de esas cosas que sabes que son inevitables, que tienen que llegar tarde o temprano, pero que quieres creer que no llegarán.
Así que me vi envuelto en el engorroso menester de las entrevistas personales. Podría tener a alguien que lo hiciera de mi parte. Me lo puedo permitir. De hecho, me puedo permitir casi cualquier cosa, estoy podrido de dinero. Pero en un tema como este, una secretaria personal, una persona que debe estar en plena sintonía contigo, prefiero ser yo el que lo lleve.


Recuerdo perfectamente ese primer instante, como recuerdo todos los instantes con ella. Llegó tarde, cerca de dos horas tarde:


- Lo siento, lo siento muchísimo, Sr. Aguinaga. ¿Me recibirá todavía?


No pude negarme. Esas pocas palabras habían llenado el despacho de una variedad de sentimientos, fragancias, armonías... Nunca había experimentado nada igual. Pero fue peor cuando alcé la vista y la vi. En ese momento mi corazón decidió que, si alguna vez tenía dueña, debía ser aquella mujer. Yo apoyé la moción, por supuesto. No cabía duda alguna. Aquella debía ser la mujer con la que pasaría el resto de mi vida.


Le contesté con una formalidad casi palaciega. Procurando que se me notara lo menos posible todo el refluir de sentimientos que me estaban sacudiendo de arriba a abajo.


- Por supuesto, siéntese, por favor.


Y así lo hizo. Se acomodó en uno de los sillones de cuero negro que tengo para las visitas. Entre los dos mediaba mi mesa de despacho, mucho más noble de lo que lo había sido yo nunca. Sin embargo yo conseguí salvar el obstáculo y me zambullí al instante en su mirada. Sé que le fui haciendo preguntas. Las típicas en estos casos. Y sé que ella las iba contestando, porque una parte de mi cerebro se quedó de guardia y cumplía el cometido que debía en una situación como aquella. El resto de mi cuerpo no. Todo él estaba pendiente de todos y cada uno de sus gestos, no tanto de sus palabras, como de la modulación de su voz. Creo que fue la primera vez que me emborraché sin haber probado una gota de alcohol.


Pero no la podía contratar. Por más que lo deseara, no podía. Mi corazón lo pedía a gritos, pero mi cerebro estaba en contra. Y la jerarquía manda, y en los negocios el jefe es el cerebro. De todos modos cerebro y corazón llegaron a un acuerdo.


- Muy bien, Srta. Del Valle, ya la llamaré.
- Muchas gracias por todo, Sr. Aguinaga. De corazón se lo digo.


Ese fue el acuerdo. No la contraté, pero tampoco mentí, y la llamé. No esa misma tarde por supuesto. Aunque combustía en mi interior como un reactor, no quería parecer desesperado. Además estaba nervioso, demasiado nervioso para mi gusto. Yo, al que sus empleados, la competencia y la prensa llamaban “El Hombre de Hielo”, y cosas peores, porque no decirlo, pero que no vienen al caso. Me llamaban así por lo evidente del mote. Porque no demostraba, ni lo había hecho nunca en mi vida, un mínimo de sentimientos, un atisbo de flaqueza. Era imperturbable, contundente, sereno ante cualquier situación, hasta el momento en que ella irrumpió en mi despacho... Como decía mi madre: Había tomado el castillo sin disparar un sólo tiro.
Sólo faltaba saber qué pensaba ella de todo esto. Cosa que me ponía enfermo. Gracias a Dios que no demoré la llamada más allá de dos días, de lo contrario podría haber muerto por inanición, o por un ataque al corazón.


No es que en el momento de llamarla se hubiera podido usar el mote por el cual se me conocía, pero sí que la tormenta remitía.


-¿Diga? - Su voz producía el mismo efecto a través de la línea telefónica que en persona.
- Eh... ¿Ho... Hola? ¿Srta. De... Del Valle? - Fue genial empezar a tartamudear de aquella manera, parecía un niño de diez años enseñándole los suspensos a su padre.
- Sí, soy yo, ¿quién es?
- Soy Alejandro Aguinaga. - En la vida había pensado que decir mi nombre me iba a costar tanto como ese día.
- Ah, hola Sr. Aguinaga, ¿qué tal?
- Llámeme Alex, por favor Srta. Del Valle
- Sólo si usted me llama María.
- No hay problema, María. - Los nervios empezaban a replegar sus tropas.
- Bueno, has llamado porque... ¿algo relacionado con mi entrevista?
- No, bueno, sí... Bueno... Sí y no. Es decir...
- ¿Te aclaras o te hago un croquis?


Tras lo cual soltó una leve risa que, al contagiármela a mí, que me estaba dando cuenta de lo imbécil que estaba pareciendo, nos condujo, en un crescendo que para sí querrían muchas de las sinfonías, a una sonora carcajada. Hecho éste que ayudó a relajar mis inoportunos nervios, y a explicarle el motivo de mi llamada con toda la calma y el saber hacer que tengo, que es mucho, modestia aparte.


No sé si fue por esto último o por el conjunto de ello y las risas compartidas, pero no se tomó a mal el que no la contratara y, contra todo pronóstico, aceptó que la invitará a cenar. Creo que no hicieron falta los cinco minutos que me pasé diciéndole que la invitaba porque realmente me apetecía mucho cenar con ella y conocerla mejor, y no como un premio de consolación por no darle el trabajo. Estoy seguro que ella me conocía lo suficiente para saber que yo no haría eso nunca. Mi fama, en este tipo de cosas, me precedía, para bien o para mal. El caso es que aceptó.


La llevé a cenar a un restaurante muy majo del centro. Nada ostentoso, pero con una cocina fabulosa. Podía haberla llevado a Maxim’s, por supuesto, con coger mi avión privado no habría habido mayor problema. Pero no quería eso. Quizá porque el cerebro, tan pragmático él, me aconsejará no derrochar, por si el corazón marraba en sus apreciaciones y no salían las cosas como esperaba. Sea como fuere nos quedamos en Madrid para la primera cita. Nuestra primera cita. La primera de una larga lista de citas, de momentos, de risas y pasiones. En alguna telenovela barata o en alguna película romanticona, el protagonista diría que ese había sido el primer día del resto de sus vidas, o alguna cursilería semejante. Yo... Yo, a riesgo de parecer igual de cursi o más, sólo puedo decir que ese día nací. Por supuesto que físicamente lo había hecho antes, unos treinta y cinco años antes, para ser exactos. Y bastante sufrimiento pasó mi madre aquel día como para no reconocerle el mérito. Pero una parte de mi nació con aquella primera cita. O quizá no fue tanto, a lo mejor sólo se despertó en mi algo que llevaba incubando todos estos años y que no acababa de florecer. Y no es que no hubiera estado con más mujeres antes. Claro que sí. Hubo varias antes de ella, pero puedo decir que si he conocido el amor ha sido con ella, de eso no me cabe la menor duda.


Así que, salí del cascarón y eché a volar... Echamos a volar. Literalmente además. Viajamos por todo el mundo. Hasta los más recónditos lugares, que se suele decir cuando se pretende exagerar. Aunque en nuestro caso la exageración, aun siéndolo, se aproxima mucho a la realidad de los acontecimientos.


Estuvimos en París, Venecia, Roma y demás ciudades de relumbrón y merecida fama, por supuesto. Pero también en parajes más pequeños, desconocidos y encantadores.
En realidad el lugar daba igual. Los apreciábamos, claro, pero lo que importaba era la intimidad. Aunque estuviéramos en la quinta avenida, para nosotros era como una playa desierta o como nuestra habitación. Sé que también suena a culebrón, pero era lo que sentíamos.


Tampoco pasábamos todo el tiempo viajando. Yo seguía teniendo muchas obligaciones laborales que cumplir. Aunque me organizaba lo bastante bien como para poderlas compaginar, cosa algo más fácil cuando tú eres tu propio jefe.


Quizá el ritmo más frenético de viajes lo tuvimos en nuestro primer año de relación, para ir descendiendo paulatinamente. Y aunque no teníamos un domicilio demasiado continuo, ya que yo mantenía por razones de trabajo mis casas en Madrid, Barcelona y Nueva York, sí que pasábamos más tiempo en casa. En esta casa. La casa del acantilado.


La encontramos por casualidad. Parece que las casualidades se acumulaban tanto en lo concerniente a nuestra forma de conocernos, como en nuestra relación en general... El caso es que en uno de nuestros viajes a la costa mediterránea la vimos. Allí estaba ella, deslumbrante, dominando el mar desde la altura, como una reina, dueña y señora absoluta, a la que sus súbditos aman y respetan. Vista desde abajo era una maravilla y no pudimos resistir la tentación de subir hasta ella para apreciar lo que ella contemplaba desde su trono.


Y así lo hicimos, y quiso la diosa fortuna que estuviera en venta. Inmediatamente llamamos al número de teléfono de la inmobiliaria para pedir una cita y poderla ver en todo su esplendor.


Nos citaron para esa misma tarde, y aunque para entonces ya teníamos decidido que la compraríamos, aún sin haberla visto por dentro, sin saber si había que reformar o no, hicimos la visita guiada por el palacio de nuestros sueños.


No nos defraudó en absoluto. Por dentro era, si cabe, más majestuosa. Sólo por el ventanal del salón, que daba al acantilado valía la pena pagar. Y si a eso le unías la terraza del dormitorio, en el piso de arriba, despejaba cualquier atisbo de duda que pudiéramos haber tenido. ¿Y la tranquilidad? Apenas si se oía romper el mar, y eso en los días de más oleaje.


Nos mudamos tan pronto como solucionamos todo el tema de los papeleos y empezó a ser nuestro Hogar. La sede de nuestras pasiones, de nuestra ternura, de nuestras bromas... El centro de nuestro Universo... Y el lugar dónde encargamos nuestro primer bebé.


Fue entonces cuando empezamos a pasar más tiempo apartados el uno del otro. Con el embarazo ella decidió que era mejor para ellos dos, el bebé y ella, un ritmo de vida más tranquilo, sin tanto viaje ni tanto avión. Yo acepté, obviamente, aunque me dolió... Vaya si me dolió...


Cuando regresaba a casa, a la casa del acantilado, siempre la encontraba esperándome. Tumbada en el suelo, apoyada contra el sofá, con la televisión encendida y dormida. Yo siempre la cogía en mis brazos y la llevaba hasta la cama, la acomodaba en ella y me quedaba un rato mirándola, disfrutando de lo afortunado que era por tenerla junto a mí.


Hasta esa noche hice lo mismo, sólo que no era igual...


Mi mano seguía camino del cuello y no paró hasta encontrarlo. Se posó sobre él y delicadamente hizo una mínima presión al tiempo que se deslizaba un poco arriba y abajo. Como buscando algo. Buscando el pulso. Una sola muestra de que el corazón palpitaba y regaba de sangre aquel cuerpo que yacía sobre la cama. No encontró ni rastro. Estaba muerta. Quizá la lividez de ella, el charco de sangré en el que la encontré y el orificio en la cabeza deberían haberme dado alguna pista. Pero no fue así. Pase por encima de todo eso sin verlo. Sin querer verlo. No sé quién mandaba en ese momento, si el cerebro, el corazón o quién demonios era, sólo sé que no quería verlo. Era el final y yo no lo quería así...


Eso fue hace seis meses y me parece que fue ayer. Lo único que he hecho en este tiempo es repasar mi vida con ella, cada instante, como una película sin fin... Pero que sí había tenido fin. La policía aún sigue sin esclarecer los hechos... ¿Qué me importan a mí los hechos? El único hecho que me importa es que ella no está y ése es definitivo.
Cuando la mataron a ella y al bebé que esperábamos, me mataron a mí... ¡Ojalá fuera así! ¡Ojalá me hubieran matado a mí también! Esto es peor que estar muerto.


Antes era el “Hombre de Hielo”, ahora soy el “Hombre Vacío”...




 Foto encontrada en Google

6 comentarios:

  1. Ostras!!!! Yo sí que soy ahora la mujer de hielo! Me he quedado PLOF!!!!
    De todos los finales, imaginables o inimaginables, éste no estaba en ninguno: ni en los posibles, ni en los imposibles!!!!!
    Me gustó mucho el principio, aprendí una palabra que no sabía y luego, me quedé un poco impactada con el final!!!
    De todos modos, te voy a seguir leyendo, quizá otros relatos me atraigan más, ok?
    Gracias por compartir tus textos.
    Nos "leemos"
    Mary Ann

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    1. Gracias a ti, Mary Ann, por leerme y por tus palabras. Eres muy amable. Me alegra haberte sorprendido y, supongo que sí, que algún otro texto te podrá gustar, incluso sorprender tanto o más que este.

      Saludos!

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  2. Suspenso hasta el desenlace no esperado, duro y definitivo. Me gusto mucho. Saludos.

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    1. Muchas gracias, Mirta, me halagan tus palabras. Y me encanta que te haya sorprendido.

      Saludos!

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  3. Buen relato si señor. Me has traído a la mente el asesinato de Sharon Tate a manos de la cuadrilla de Manson

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    1. Me alegro que te hay gustado, David. Interesante que te recuerdo ese acontecimiento, la verdad es que no lo tenía en mente cuando lo escribí, pero está bien saber qué les recuerda a los lectores.

      Un saludo!

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