La puse sobre la cama muy
lentamente, la habitación estaba repleta de silencio y oscuridad. Fuera de ella
las condiciones eran las mismas, una tranquilidad absoluta, “es lo bueno de
vivir a las afueras de las afueras”, me dijo el tipo que me la vendió hace un
par de años.
Una vez la hube acomodado y como
absorbido por un temor incombustible, por el temor de conocer la respuesta a
una pregunta sin plantear, alcé mi mano. Una mano que se convulsionaba presa de
todos los miedos pasados y venideros. Una mano que recordaba a aquél cuerpo al
milímetro, pero también lo recordaba en mejores momentos que el presente. Las
miré a ambas, a mi mano y a ella, y me provoqué un suspiro. Quizá pretendiendo
que ese suspiro ejerciera como una orden suprema para la mano y dejara de
tambalearse como un borracho en un tren. Surtió más efecto del esperado y menos
del conveniente. Aun así, la mano tomó rumbo directo al cuello de ella. Con la
proximidad, la firmeza iba en aumento. Podía ser el fin, aunque yo no lo quería
así...
No hacía tanto que nos
conocíamos, apenas tres años, aunque a nosotros nos parecía toda una vida, y un
segundo al mismo tiempo. Nos daba la sensación de que no había un antes, como
si hubiéramos borrado toda huella del pasado, tanto lo bueno como lo malo. Sólo
estábamos nosotros y el tiempo se paraba y volaba cuando estábamos juntos.
Nuestro primer encuentro fue
bastante inesperado, podría decirse. Ella vino a una entrevista de trabajo. Yo
ofertaba una plaza de secretaria personal, de esas que te tienen planificado el
día, qué digo el día, te planifican semanas enteras si te descuidas. Mi
anterior secretaria, Carmen, una encantadora mujer, eficiente hasta el abuso,
desvivida por el trabajo las veinticuatro horas del día, había llegado a la
edad de la jubilación. Menuda molestia. Es de esas cosas que sabes que son
inevitables, que tienen que llegar tarde o temprano, pero que quieres creer que
no llegarán.
Así que me vi envuelto en el
engorroso menester de las entrevistas personales. Podría tener a alguien que lo
hiciera de mi parte. Me lo puedo permitir. De hecho, me puedo permitir casi
cualquier cosa, estoy podrido de dinero. Pero en un tema como este, una
secretaria personal, una persona que debe estar en plena sintonía contigo,
prefiero ser yo el que lo lleve.
Recuerdo perfectamente ese primer
instante, como recuerdo todos los instantes con ella. Llegó tarde, cerca de dos
horas tarde:
- Lo siento, lo siento muchísimo,
Sr. Aguinaga. ¿Me recibirá todavía?
No pude negarme. Esas pocas
palabras habían llenado el despacho de una variedad de sentimientos,
fragancias, armonías... Nunca había experimentado nada igual. Pero fue peor
cuando alcé la vista y la vi. En ese momento mi corazón decidió que, si alguna
vez tenía dueña, debía ser aquella mujer. Yo apoyé la moción, por supuesto. No
cabía duda alguna. Aquella debía ser la mujer con la que pasaría el resto de mi
vida.
Le contesté con una formalidad
casi palaciega. Procurando que se me notara lo menos posible todo el refluir de
sentimientos que me estaban sacudiendo de arriba a abajo.
- Por supuesto, siéntese, por
favor.
Y así lo hizo. Se acomodó en uno
de los sillones de cuero negro que tengo para las visitas. Entre los dos
mediaba mi mesa de despacho, mucho más noble de lo que lo había sido yo nunca.
Sin embargo yo conseguí salvar el obstáculo y me zambullí al instante en su
mirada. Sé que le fui haciendo preguntas. Las típicas en estos casos. Y sé que
ella las iba contestando, porque una parte de mi cerebro se quedó de guardia y
cumplía el cometido que debía en una situación como aquella. El resto de mi
cuerpo no. Todo él estaba pendiente de todos y cada uno de sus gestos, no tanto
de sus palabras, como de la modulación de su voz. Creo que fue la primera vez
que me emborraché sin haber probado una gota de alcohol.
Pero no la podía contratar. Por
más que lo deseara, no podía. Mi corazón lo pedía a gritos, pero mi cerebro
estaba en contra. Y la jerarquía manda, y en los negocios el jefe es el
cerebro. De todos modos cerebro y corazón llegaron a un acuerdo.
- Muy bien, Srta. Del Valle, ya
la llamaré.
- Muchas gracias por todo, Sr.
Aguinaga. De corazón se lo digo.
Ese fue el acuerdo. No la
contraté, pero tampoco mentí, y la llamé. No esa misma tarde por supuesto.
Aunque combustía en mi interior como un reactor, no quería parecer desesperado.
Además estaba nervioso, demasiado nervioso para mi gusto. Yo, al que sus
empleados, la competencia y la prensa llamaban “El Hombre de Hielo”, y cosas
peores, porque no decirlo, pero que no vienen al caso. Me llamaban así por lo
evidente del mote. Porque no demostraba, ni lo había hecho nunca en mi vida, un
mínimo de sentimientos, un atisbo de flaqueza. Era imperturbable, contundente,
sereno ante cualquier situación, hasta el momento en que ella irrumpió en mi
despacho... Como decía mi madre: Había tomado el castillo sin disparar un sólo
tiro.
Sólo faltaba saber qué pensaba
ella de todo esto. Cosa que me ponía enfermo. Gracias a Dios que no demoré la
llamada más allá de dos días, de lo contrario podría haber muerto por
inanición, o por un ataque al corazón.
No es que en el momento de
llamarla se hubiera podido usar el mote por el cual se me conocía, pero sí que
la tormenta remitía.
-¿Diga? - Su voz producía el
mismo efecto a través de la línea telefónica que en persona.
- Eh... ¿Ho... Hola? ¿Srta. De...
Del Valle? - Fue genial empezar a tartamudear de aquella manera, parecía un
niño de diez años enseñándole los suspensos a su padre.
- Sí, soy yo, ¿quién es?
- Soy Alejandro Aguinaga. - En la
vida había pensado que decir mi nombre me iba a costar tanto como ese día.
- Ah, hola Sr. Aguinaga, ¿qué
tal?
- Llámeme Alex, por favor Srta.
Del Valle
- Sólo si usted me llama María.
- No hay problema, María. - Los
nervios empezaban a replegar sus tropas.
- Bueno, has llamado porque...
¿algo relacionado con mi entrevista?
- No, bueno, sí... Bueno... Sí y
no. Es decir...
- ¿Te aclaras o te hago un
croquis?
Tras lo cual soltó una leve risa
que, al contagiármela a mí, que me estaba dando cuenta de lo imbécil que estaba
pareciendo, nos condujo, en un crescendo que para sí querrían muchas de las
sinfonías, a una sonora carcajada. Hecho éste que ayudó a relajar mis
inoportunos nervios, y a explicarle el motivo de mi llamada con toda la calma y
el saber hacer que tengo, que es mucho, modestia aparte.
No sé si fue por esto último o
por el conjunto de ello y las risas compartidas, pero no se tomó a mal el que
no la contratara y, contra todo pronóstico, aceptó que la invitará a cenar.
Creo que no hicieron falta los cinco minutos que me pasé diciéndole que la
invitaba porque realmente me apetecía mucho cenar con ella y conocerla mejor, y
no como un premio de consolación por no darle el trabajo. Estoy seguro que ella
me conocía lo suficiente para saber que yo no haría eso nunca. Mi fama, en este
tipo de cosas, me precedía, para bien o para mal. El caso es que aceptó.
La llevé a cenar a un restaurante
muy majo del centro. Nada ostentoso, pero con una cocina fabulosa. Podía
haberla llevado a Maxim’s, por supuesto, con coger mi avión privado no habría
habido mayor problema. Pero no quería eso. Quizá porque el cerebro, tan
pragmático él, me aconsejará no derrochar, por si el corazón marraba en sus
apreciaciones y no salían las cosas como esperaba. Sea como fuere nos quedamos
en Madrid para la primera cita. Nuestra primera cita. La primera de una larga
lista de citas, de momentos, de risas y pasiones. En alguna telenovela barata o
en alguna película romanticona, el protagonista diría que ese había sido el
primer día del resto de sus vidas, o alguna cursilería semejante. Yo... Yo, a
riesgo de parecer igual de cursi o más, sólo puedo decir que ese día nací. Por
supuesto que físicamente lo había hecho antes, unos treinta y cinco años antes,
para ser exactos. Y bastante sufrimiento pasó mi madre aquel día como para no
reconocerle el mérito. Pero una parte de mi nació con aquella primera cita. O
quizá no fue tanto, a lo mejor sólo se despertó en mi algo que llevaba
incubando todos estos años y que no acababa de florecer. Y no es que no hubiera
estado con más mujeres antes. Claro que sí. Hubo varias antes de ella, pero
puedo decir que si he conocido el amor ha sido con ella, de eso no me cabe la
menor duda.
Así que, salí del cascarón y eché
a volar... Echamos a volar. Literalmente además. Viajamos por todo el mundo.
Hasta los más recónditos lugares, que se suele decir cuando se pretende
exagerar. Aunque en nuestro caso la exageración, aun siéndolo, se aproxima
mucho a la realidad de los acontecimientos.
Estuvimos en París, Venecia, Roma
y demás ciudades de relumbrón y merecida fama, por supuesto. Pero también en
parajes más pequeños, desconocidos y encantadores.
En realidad el lugar daba igual.
Los apreciábamos, claro, pero lo que importaba era la intimidad. Aunque
estuviéramos en la quinta avenida, para nosotros era como una playa desierta o
como nuestra habitación. Sé que también suena a culebrón, pero era lo que
sentíamos.
Tampoco pasábamos todo el tiempo
viajando. Yo seguía teniendo muchas obligaciones laborales que cumplir. Aunque
me organizaba lo bastante bien como para poderlas compaginar, cosa algo más
fácil cuando tú eres tu propio jefe.
Quizá el ritmo más frenético de
viajes lo tuvimos en nuestro primer año de relación, para ir descendiendo
paulatinamente. Y aunque no teníamos un domicilio demasiado continuo, ya que yo
mantenía por razones de trabajo mis casas en Madrid, Barcelona y Nueva York, sí
que pasábamos más tiempo en casa. En esta casa. La casa del acantilado.
La encontramos por casualidad.
Parece que las casualidades se acumulaban tanto en lo concerniente a nuestra
forma de conocernos, como en nuestra relación en general... El caso es que en
uno de nuestros viajes a la costa mediterránea la vimos. Allí estaba ella,
deslumbrante, dominando el mar desde la altura, como una reina, dueña y señora
absoluta, a la que sus súbditos aman y respetan. Vista desde abajo era una
maravilla y no pudimos resistir la tentación de subir hasta ella para apreciar
lo que ella contemplaba desde su trono.
Y así lo hicimos, y quiso la
diosa fortuna que estuviera en venta. Inmediatamente llamamos al número de
teléfono de la inmobiliaria para pedir una cita y poderla ver en todo su
esplendor.
Nos citaron para esa misma tarde,
y aunque para entonces ya teníamos decidido que la compraríamos, aún sin haberla
visto por dentro, sin saber si había que reformar o no, hicimos la visita
guiada por el palacio de nuestros sueños.
No nos defraudó en absoluto. Por
dentro era, si cabe, más majestuosa. Sólo por el ventanal del salón, que daba
al acantilado valía la pena pagar. Y si a eso le unías la terraza del
dormitorio, en el piso de arriba, despejaba cualquier atisbo de duda que
pudiéramos haber tenido. ¿Y la tranquilidad? Apenas si se oía romper el mar, y
eso en los días de más oleaje.
Nos mudamos tan pronto como
solucionamos todo el tema de los papeleos y empezó a ser nuestro Hogar. La sede
de nuestras pasiones, de nuestra ternura, de nuestras bromas... El centro de
nuestro Universo... Y el lugar dónde encargamos nuestro primer bebé.
Fue entonces cuando empezamos a
pasar más tiempo apartados el uno del otro. Con el embarazo ella decidió que
era mejor para ellos dos, el bebé y ella, un ritmo de vida más tranquilo, sin
tanto viaje ni tanto avión. Yo acepté, obviamente, aunque me dolió... Vaya si
me dolió...
Cuando regresaba a casa, a la
casa del acantilado, siempre la encontraba esperándome. Tumbada en el suelo,
apoyada contra el sofá, con la televisión encendida y dormida. Yo siempre la
cogía en mis brazos y la llevaba hasta la cama, la acomodaba en ella y me
quedaba un rato mirándola, disfrutando de lo afortunado que era por tenerla
junto a mí.
Hasta esa noche hice lo mismo,
sólo que no era igual...
Mi mano seguía camino del cuello
y no paró hasta encontrarlo. Se posó sobre él y delicadamente hizo una mínima
presión al tiempo que se deslizaba un poco arriba y abajo. Como buscando algo.
Buscando el pulso. Una sola muestra de que el corazón palpitaba y regaba de
sangre aquel cuerpo que yacía sobre la cama. No encontró ni rastro. Estaba
muerta. Quizá la lividez de ella, el charco de sangré en el que la encontré y
el orificio en la cabeza deberían haberme dado alguna pista. Pero no fue así.
Pase por encima de todo eso sin verlo. Sin querer verlo. No sé quién mandaba en
ese momento, si el cerebro, el corazón o quién demonios era, sólo sé que no
quería verlo. Era el final y yo no lo quería así...
Eso fue hace seis meses y me
parece que fue ayer. Lo único que he hecho en este tiempo es repasar mi vida
con ella, cada instante, como una película sin fin... Pero que sí había tenido
fin. La policía aún sigue sin esclarecer los hechos... ¿Qué me importan a mí los hechos? El único hecho que me importa es que ella no está y ése es definitivo.
Cuando la mataron a ella y al
bebé que esperábamos, me mataron a mí... ¡Ojalá fuera así! ¡Ojalá me hubieran
matado a mí también! Esto es peor que estar muerto.
Antes era el “Hombre de Hielo”,
ahora soy el “Hombre Vacío”...
Foto encontrada en Google
Ostras!!!! Yo sí que soy ahora la mujer de hielo! Me he quedado PLOF!!!!
ResponderEliminarDe todos los finales, imaginables o inimaginables, éste no estaba en ninguno: ni en los posibles, ni en los imposibles!!!!!
Me gustó mucho el principio, aprendí una palabra que no sabía y luego, me quedé un poco impactada con el final!!!
De todos modos, te voy a seguir leyendo, quizá otros relatos me atraigan más, ok?
Gracias por compartir tus textos.
Nos "leemos"
Mary Ann
Gracias a ti, Mary Ann, por leerme y por tus palabras. Eres muy amable. Me alegra haberte sorprendido y, supongo que sí, que algún otro texto te podrá gustar, incluso sorprender tanto o más que este.
EliminarSaludos!
Suspenso hasta el desenlace no esperado, duro y definitivo. Me gusto mucho. Saludos.
ResponderEliminarMuchas gracias, Mirta, me halagan tus palabras. Y me encanta que te haya sorprendido.
EliminarSaludos!
Buen relato si señor. Me has traído a la mente el asesinato de Sharon Tate a manos de la cuadrilla de Manson
ResponderEliminarMe alegro que te hay gustado, David. Interesante que te recuerdo ese acontecimiento, la verdad es que no lo tenía en mente cuando lo escribí, pero está bien saber qué les recuerda a los lectores.
EliminarUn saludo!