Cada día se levantaba a la misma hora, siempre había sido
una persona de rutinas, no del tipo maniático excéntrico, pero sí del tipo al
que le gusta hacer las cosas a la misma hora todos los días, en la medida de lo
posible. Tenía otras rutinas adquiridas, como levantarse siempre por el mismo
lado de la cama, o calzarse siempre primero el zapato derecho, aunque él seguía
repitiéndose a sí mismo que eso no era un trastorno obsesivo compulsivo. Era
consciente de que si algún día no lo hacía así no iba a pasar nada, no iba a
morir nadie, ni el mundo implosionaría. A lo sumo se daría un buen golpe contra
la pared al tratar de levantarse por el lado izquierdo, pero nada más.
Lo primero que veía cada mañana, tras salir de su lecho,
eran los aposentos de su vecino de enfrente. Y cada vez que los veía le
gustaban más. Sobre todo un cartel que tenía sobre el cabecero, no es que fuera
un cotilla, de esos que husmean en las casas de los demás, es que dormían en el
mismo lugar, a modo de dormitorios del ejército. El caso es que le gustaba
mucho el cartel por la frase que contenía: Los
que te amaron en vida, en la muerte no te olvidan. Era una frase muy bella, y con la que no
podía estar más de acuerdo. Él, desde luego, no había olvidado a sus seres
queridos que habían tenido que pasar al otro lado. Esperaba, también, que a él
no le olvidaran llegado el momento, aunque prefería no pensar en ello. No
quería llamar a la fatalidad.
Su siguiente rutina era dar paseos. Le gustaba aprovechar
los días de vacaciones al máximo y ello incluía dar paseos. El entorno era
agradable, silencioso, no un silencio de calma tensa, no. Era un silencio
agradable, del tipo de silencio que uno podría esperar de un lugar como aquel,
repleto de árboles y de flores. Y aunque durante sus paseos aun predominaba la
oscuridad, podía apreciar toda la belleza del momento, del lugar.
Si una cosa le sorprendía era la cantidad de gente que se
encontraba durante sus paseos, sobre todo para ser una hora tan temprana. Había
niños, unos correteando, otros llorando llamando a su mamá. Había gente mayor
comentando lo buenos que había sido tiempos pasados, y gente joven, como él,
que se limitaban a pasear sin nada más en la mente que moverse de un lugar a
otro.
Con los primeros rayos de sol cada uno volvía su lugar de
reposo. Esa era la señal para retirarse hasta el día siguiente. Él lo hacía,
más por obligación, por norma de la casa,
que por rutina suya. Lo que no hacía nunca era hablar con nadie. Nunca. Se
limitaba a esperar el momento del siguiente paseo. Era su rutina. Lo había sido
estos siete años, y lo seguiría siendo. Así como lo era echar una última mirada
al cartel de su compañero de enfrente. Así como lo era tratar de oler las
flores, siempre frescas, que había depositadas sobre su lápida día tras día. Sabía dónde estaba, pero le costaba
aceptarlo. No podía asumir que a tan temprana edad un infarto se lo hubiera
llevado. A él y a sus rutinas, las cuales había quedado demostrado que no
servían de nada. No quería reconocer su situación actual. Que no volvería a ver
a sus seres queridos, a los que seguían vivos, al menos durante un buen tiempo.
Que nunca volvería a besarla. Que nunca podría volver a decirle cuánto la
quería. Que nunca podría agradecerle lo suficiente que siguiera regalándole
flores frescas todas las mañanas. Que no le olvidara, como él no la iba a
olvidar por toda la eternidad.
Relato inspirado por la foto de Diego Escolano.
Curioso y sorprendente, la verdad. Enhorabuena. Saludos,
ResponderEliminarFernando Cifuentes Cámara.
Muchas gracias, me alegro que te haya gustado, Fernando. Muy amable.
EliminarSaludos
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarInteresante, muy interesante.Te felicito.Saludos
ResponderEliminarMuchas gracias, Paula, muy amable. Me alegro que te haya gustado.
EliminarSaludos!
Me encanta!!! Final inesperado... ;-) Congratulations!!! La Maga
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