Las nubes se alineaban hacia la puesta de sol, como si ésta
fuera un túnel que llevara a otra realidad, a otro mundo. Quizá así era, pensó
hace años, quizá es lo que se esconde en ese horizonte infinito, inalcanzable.
Sabía que tras ese horizonte había ciudades, casas, colinas, mares. Pero ese no
era el concepto. La idea del horizonte
era más grande que todo eso.
¿Por qué, si no, iba a ser un punto al que nunca se podía
llegar? Esa debía ser la puerta. La
Puerta. Una puerta a otra realidad. Estaba convencido de ello. Sabía que era así, el problema era que
no podía demostrarlo. O no había podido a hasta entonces. Había tenido muchas
ideas durante estos años, todas ellas infructuosas. El horizonte parecía ese
amante esquivo que sabe bien cómo evitar encuentros no deseados. Que conoce tus
intenciones y que se adelanta a tus acciones. Que en un momento dado no dudaría
en dejarte en evidencia delante de todo el mundo, si fuera menester.
Pero creía haber dado con la manera de vencerle. De poder
probar que él tenía razón. De acceder por esa puerta a otros mundos, otras
realidades, quién sabe si a otros tiempos, antiguos o futuros. Lo que sí sabía
era que no iba a tardar mucho en averiguarlo.
A lo largo estos años que llevaba obsesionado con el
horizonte, con la puerta que éste escondía, había leído mucho. Había estudiado
culturas que ni siquiera sabía de su existencia. Había hablado con chamanes,
brujos, magos, hechiceras, curanderas. Toda una gama de esotéricos de todos los
países, de todas las condiciones. Y había podido recopilar mucha información.
Muchos textos. Conjuros, hechizos, encantamientos, sortilegios… Quizá tenía la mejor
colección de ellos. Desde luego los había aprendido de los mejores. Era un
alumno aventajado de varias decenas de genios del esoterismo, del ocultismo, de
la magia. Se podía decir que él era único. Un elegido. El Elegido.
De todos modos, a pesar de su confianza extrema en sí mismo.
A pesar de saberse el mejor, en el campo de las ciencias ocultas siempre había
riesgos. No había pruebas a menor escala. La prueba y error, no solía ser una opción, porque el error podía ser
de consecuencias épicas. No sería el primero que tras un hechizo había perdido
sus cejas por algún tipo de explosión. Y eso en casos menores, en los que el
hechicero salía bien parado (no tanto su orgullo) y podía contarlo.
Sin embargo él no pensaba en nada de eso. De haberlo hecho
no habría recorrido el mundo entero para llegar a ese momento. Así pues dispuso
todos los elementos sobre la mesa, la sangre de hipopótamo, un diente de
gacela, sudor de una virgen (que dejó de serlo), flor de azahar, gordolobo,
flor de lys, belladona (no había receta de conjuro, hechizo, sortilegio, que se
preciara, que no llevara belladona), la uña de un mandril, agua de desierto y
aloe vera (que iba bien para todo). Repasó un par de veces la lista, comprobó
que estaba todo correcto y que lo había colocado en el orden correspondiente.
Pasó la página de su libreta y allí estaban las frases que lo iban a hacer la
persona más famosa del momento. Y por qué no, de la historia.
Suspiró. Más por la emoción, contenida, del momento, que por
miedo al fracaso. No era una opción. Fue mezclando meticulosamente todos y cada
uno de los ingredientes. Iba acompañando esta tarea con las palabras, las
frases, que tenía anotadas. No estaban todas en el mismo idioma. Alguna,
incluso, lo estaba en alguna lengua muerta. Pero esa era la clave de su éxito,
había juntado la sabiduría de civilizaciones tan lejanas en el espacio y en el
tiempo, pero tan cercanas en el conocimiento. Nadie lo había hecho nunca. Nadie
había indagado tan a fondo.
El momento se acercaba, tras mezclar los dos últimos
ingredientes, extendió sus manos y mirando al cielo (bueno, en su caso al techo
de su casa), recitó las últimas palabras: jardum
grafodel amtan…
Esperó unos instantes antes de sacar conclusión alguna. De
repente sucedió algo. El tiempo pareció pararse (al menos el reloj de su salón
lo hizo) y la imagen del horizonte que tenía frente a él, que veía a través del
ventanal, se acercó hacia él a tal velocidad que su instinto le hizo apartarse
a un lado. Parecía una de aquellas secuencias de películas del espacio, en que
una nave implementaba su velocidad y las estrellas parecían hacer una especie
de pasillo. Hubo un estruendo, una especie de trueno que le hizo estremecerse,
los cristales temblaron, incluso alguno se agrietó. Y después una calma tensa.
Continúa aquí...
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