Reconocía el paisaje, se había criado allí después de todo,
pero ahora era radicalmente distinto. No había torres de apartamentos, ni
urbanizaciones. Aquello era un descampado con todas las de la ley. Caminó hasta
dar con una casa, a todas luces de labranza, y llamó a la puerta. Abrió un hombre
robusto, recio, con el rostro cincelado por horas de trabajo a pleno sol.
—
¿Qué? —Su voz era seca, sin un ápice de
amabilidad.
—
Hola, buenos días caballero. —El labriego le
miraba de arriba abajo. — ¿Me permite una pregunta?
—
Sí. ¿Qué?
—
Gracias. Verá, ¿sería tan amable de decirme
dónde estoy?
—
En San Fernando de Henares, ¿dónde va a estar si
no? —Seguía escudriñándole, pero sin tratar de hacer averiguaciones.
—
Ajá, lo sospechaba. Y el año es…
—
Mil setecientos ochenta y siete. ¿Sabe cómo se
llama o eso tampoco? Porque ahí me temo que no le puedo ayudar.
—
Sí, eso lo sé, gracias. Sólo una cosa más. ¿Me
puede indicar el camino hacia Madrid?
—
No es de por aquí, ¿verdad? —Finalmente se
atrevió a preguntar el lugareño.
—
En realidad sí, pero vengo del futuro, y esto
está muy cambiado. —Contestó sin inmutarse.
—
Ah… Pues mire, vaya todo recto hasta el
camino y entonces a la izquierda. Siga las indicaciones. —Replicó con la misma naturalidad
el labriego.
Tras casi cuatro horas de camino y un par de ellas haciendo
averiguaciones, dio con lo que él creía que era su única esperanza: la
residencia de un alquimista de la época, Gustavo Gómez-Delvalle Mendiolagarai.
Una eminencia en las artes del esoterismo, la nigromancia y la brujería. Si
alguien le podía ayudar a volver a su hogar y al año correcto era él.
Antes de llamar a la puerta, un leve suspiro salió de su
boca. Era un momento emocionante. Había conocido a muchos hechiceros, brujos y
demás, pero no a una leyenda como él. Entre otras cosas por lo evidente, no
eran coetáneos. Hizo sonar el picaporte. Esperó. Tras un par de minutos
repitió. Siguió esperando. A la tercera fue la vencida, se oyó una voz murmurar
mientras se acercaba a la puerta. Al abrirse la puerta asomó una figura
delgada, espigada, con el pelo oscuro y la tez pálida de haber pasado mucho más
tiempo en interiores que en exteriores. Tenía que ser él, aun así preguntó.
—
¿El señor Gómez-Delvalle? —Su voz sonaba
nerviosa, por primera vez desde que empezó la aventura. Tuvo que reprimir sus
ganas de pedirle un autógrafo.
—
El mismo, ¿quién lo pregunta? —Su voz era
atiplada, Pablo se sintió algo decepcionado por eso.
—
Hola señor Gómez-Delvalle, soy Pablo Madriñan
Herbello. Es un honor para mí conocerle. ¿Me permite que le estreche su mano?
—
¿Ha venido a mi casa para estrecharme la mano?
—
No… No, claro que no. No, señor Gómez-Delvalle…
—
Llámeme Gustavo, me va a desgastar el apellido
si lo sigue repitiendo.
—
Sí, señor, como quiera, don Gustavo. —Se
escuchaba hablar y se avergonzaba de sí mismo. Del ridículo que, a todas luces,
estaba haciendo. ¡Y ante tamaña eminencia!
—
Anda, entra y relájate. A ver si así me puedes
decir lo que quieres.
La casa era a su vez el laboratorio, por llamarlo de alguna
manera, del alquimista. Tenía pocos muebles, un par de sillones, una cama, un
par de espejos de cuerpo entero, una mesa con sillas (presumiblemente para
comer), y otra mesa llena de vasijas, frascos, papeles con anotaciones... Su
nerviosismo iba en aumento. Trató de tranquilizarse, sin demasiado éxito, y
comenzó a explicarle porqué y cómo había llegado hasta allí. Desde dónde y, lo
más importante, desde cuándo.
Gustavo, contra todo pronóstico, dedicándose a lo que él se
dedicaba, parecía ser reticente a creerle. A pesar de los detalles que le había
dado sobre su conjuro. A pesar de haberle enseñado aparatos modernos, como su
reloj digital o su teléfono móvil. Ni siquiera su ropa parecía dar el punto
definitivo para ser creído. Entonces recordó algo, una noticia que había leído
hacía poco más de un mes, y en la que el nombre de Gustavo Gómez-Delvalle
Mendiolagarai había salido a relucir. Probó suerte, aunque no recordaba a ciencia cierta si para Gustavo ese
acontecimiento había sucedido ya.
—
Hace unas semanas leí una noticia en la que
salía su nombre. —Captó su interés, así que prosiguió. — En ella usted había
ayudado a alguien de mi época. Al parecer le avisó de un acontecimiento que iba
a suceder, y que él podía evitar. La persona a la que ayudó era un tal Roberto,
como era… Roberto Dóle…
—
¿Roberto Dólera Marhuenda?
—
Sí, ese.
Ese dato pareció ser el que acabó por convencer al brujo. Pablo
respiró de alivio. Ya se veía atrapado en el siglo XVIII para el resto de sus
días. Gustavo se interesó por cómo había acabado la historia, y se alegró de
que hubiera sido con buen final. Después de eso comenzaron ambos a averiguar el
mejor modo de hacer regresar a Pablo al año 2014.
No era tarea sencilla, ya que alguno de los ingredientes que
había usado para su conjuro no eran muy fáciles de conseguir. Al menos no en un
espacio de tiempo razonable. Tenían que improvisar, cosa que nunca es buena,
pero si hablamos de alquimia, de conjuros… Ahí la improvisación es directamente
proporcional a la fatalidad. Pero era un riesgo que estaba dispuesto a afrontar
Pablo.
Por fin, tras unas semanas de arduo trabajo, llegaron a la
conclusión de que habían dado con la formula correcta. Antes de realizar el
hechizo se fundieron en un abrazo y Gustavo le deseó suerte. Pablo se limitó a
sonreír, con todo el miedo del mundo. No en vano, y tras sus resultados
anteriores, las posibilidades de éxito no eran muy esperanzadoras. No se iba a
echar atrás, eso tampoco, pero el temor estaba ahí.
Mezcló los ingredientes de la receta, mientras recitaba el
conjuro, una vez más. Estaba vez las palabras eran distintas, confiaba en que
eso le fuera a su favor.
—
… posulim
abiajaf moriarde… —Cerró los ojos e hizo lo más parecido que sabía a rezar.
Y de nuevo la cadena de acontecimientos. Parada de tiempo,
horizonte hacia él, estruendo y calma tensa. Abrió los ojos. No había
funcionado.
Foto cortesía de Diego Escolano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario