Pasaban veinte minutos de las siete de la tarde. La jornada laboral había acabado por ese día, sin incidentes, cosa que era siempre de agradecer en obras de esta envergadura. Estaba trabajando en la obra de un importante rascacielos. Era mi primera vez. Aunque llevaba años trabajando en la construcción, hasta el momento siempre había sido en viviendas unifamiliares, chalets adosados, alguna reforma. Obras de ese tipo. A mí ya me servía, me ganaba bien mi sueldo. Pero surgió este trabajo y llamaron a la cuadrilla de mi jefe, conmigo incluido.
Iba a subir al coche cuando me di cuenta de que me había
dejado el móvil en la planta en la que estábamos trabajando, la vigésimo
primera para los jefes, la veintiuno para los pobres.
-
¡Mierda! – Exclamé.
-
¿Qué? – Preguntó Raúl, uno de mis compañeros.
-
Me he dejado el móvil arriba…
-
Es que eres un desastre. Va, sube, te espero
aquí, mientras me fumo un cigarrillo.
-
¿No puedes subir conmigo?
-
¿Ya estás con la tontería otra vez? – Dijo Raúl
con una leve risilla muy mal escondida.
-
No es una tontería, tío, en una fobia. Cada uno
tenemos la nuestra.
-
Yo no. – Seguía riendo.
-
Pues tú no, pero mucha gente sí. Hay gente que
le tiene miedo a cosas peores que yo. Como por ejemplo a los payasos, o al
agua. Lo mío es más razonable, más común.
-
Sí, vale, lo que tú quieras, pero yo te espero
aquí. – Zanjó el tema con un guiño y ya sacando el cigarrillo del paquete.
Le regalé una mirada asesina y di media vuelta, tan
contundentemente que, a punto estuve de hacer una zanja en el suelo. Mientras
me alejaba iba maldiciendo a mi amigo, refunfuñando entre dientes adjetivos,
que bien merecerían un lavado de boca con jabón.
Llegué de tal guisa al puesto del guarda jurado.
-
¿Qué pasa, Julián? ¿Se te ha olvidado algo? –
Preguntó Alfredo, con esa voz aflautada que tan flaco favor le hacía a su
profesión, y que tan poco conjuntaba con su cuerpo de armario empotrado de tres
puertas.
-
Sí, el puto móvil. ¿Me harías el favor de
acompañarme? – Pregunté con toda la amabilidad que fui capaz de reunir que, tras
el enfado con Raúl, no era mucha.
-
¿Tienes miedo?
-
¡Que no es miedo! ¡Que es una fobia!
-
Bueno hombre, no te pongas así… – La voz se iba
perdiendo en la lejanía mientras yo accedía al recinto, maldiciendo ahora a dos
personas.
Cuando ya estaba a punto de llegar a los ascensores oí que
me gritaban. Era Raúl.
-
¡Julián! ¡Julián!
-
¿Qué? ¿Vienes a acompañarme? – Dije con un tono
de esperanza poco disimulada.
-
Sí… No. Vengo a decirte que ni se te ocurra
subir por las escaleras. Que como tardes mucho me piro y te vas a casa en
autobús.
-
¡Que te den!
-
Sí, vale, pero no tardes o me piro.
Justo cuando había parado de maldecir… SI es que no le dejan
a uno afrontar sus miedos sin que le toquen las narices…
Apreté el botón de llamada. Se abrió la puerta del ascensor
más a la derecha de los tres que había en ese costado del recibidor. Al otro
costado había otros tres, pero no estaban activos todavía. Suspiré. Me
santigüé, no es que sea creyente, pero tampoco está de más un poco de ayuda. Se
cerró la puerta antes de que entrara. Volví a suspirar. ¿Y si dejaba el móvil
allí y ya lo recogía mañana? Raúl fijo que se burlaba de mí. ¿Qué prefería,
risas o pasar un mal rato? Elegí el mal rato.
Apreté de nuevo el botón. Se abrió la puerta del mismo
ascensor. Repetí el ritual, suspiro, santiguarme, pero esta vez lo hice ya
dentro del ascensor. Presioné el botón de la planta veintiuno. El ascensor
comenzó a subir. Yo comencé a sudar.
Era un pánico irracional, como buena fobia, pero era
superior a mí. No podía con los ascensores. Y no era ya sólo por la sensación
claustrofóbica del aparato en sí. De no poder salir de allí en el momento que
uno quiera. Además de eso, había que unir la idea de estar colgando de unos
cables, que por muy bien pensados que estén, y por muchos frenos que tengan, no
deja de ser un chisme colgando de unos cables en el vacío. Por eso yo nunca
había vivido en altura, y por lo mismo había intentado evitar hasta esa obra,
trabajar en edificios con ascensor.
En el segundo piso empezó a temblar. Yo me apreté contra la
pared con tal fuerza que temí haber dejado una marca. En el tercero el
movimiento cambió, pasó de ser lateral a serlo de arriba abajo, cual yo-yo. Las
manos me sudaban, mi cuerpo temblaba, mi cabeza trataba de rezar, de maldecir,
de suplicar, cualquier cosa que hiciera que el meneo acabara. Lo hizo en el
cuarto. Pero para dar paso a algo peor.
En el cuarto comenzaron los susurros. Unas voces muy
débiles, pero que te taladraban los tímpanos hasta llegar al cerebro. Ahí se
quedaban dando tumbos de un lado a otro. Arrastrándose cual alma en pena. Los
escalofríos recorrían mi cuerpo uno tras otro, como intentando ver quién ganaba. Quién era capaz de salir de mi
cuerpo y tratar de huir. Ninguno de ellos lo conseguía, pero continuaban
recorriendo mi espinazo una y otra vez.
La llegada al quinto trajo una sensación nueva. Notaba como
una presencia. Como si alguien me estuviera vigilando. Observándome tras de mí,
por encima de mi hombro. Enfrente de mí. La presencia parecía rodearme. Comencé
a llorar. Las lágrimas abarrotaron mis ojos de inmediato, como si hubieran
estado esperando ese momento. Cual marabunta de gente el primer día de rebajas.
Las voces seguían susurrando, aunque parecía que a cada momento se incorporaba
una voz nueva.
El sexto y el séptimo no fueron mejores. Al contrario, la
presencia se hacía más agobiante. Temía que en cualquier momento fuera a notar
su roce contra mi cuerpo. Yo no podía parar de llorar, de temblar. Aporreaba
todos los botones posibles, con la esperanza de que el ascensor parara en
alguna planta. El llanto me impedía gritar, aunque yo lo intentaba con toda mi
alma. Pero era imposible, ni una palabra lograba salir de mi boca. Parecía que
todas habían decido que estaban más seguras dentro de mi cuerpo.
Estaba hecho un ovillo en una esquina. Nunca una persona de
más de metro noventa y cien kilos de peso había ocupado tan poco espacio. No sé
si era por las lágrimas de mis ojos o fruto del miedo comencé a ver sangrar las
paredes. La sangre fluía y corría, pero no sin sentido alguno. Iba formando
dibujos y palabras, y mi cerebro, al ir recopilando datos iba llegando más y
más rápido al borde del colapso. El ataque de ansiedad ya era un hecho cuando
llegamos a la planta once.
De repente el ascensor paró. Se abrió la puerta y mi sangre
se heló. No podía ser. Era imposible. Habíamos parado en la planta trece. Algo
inconcebible en los edificios modernos de culturas supersticiosas. Ni siquiera
existía como planta de servicios, como en algunas torres. Y sin embargo allí
estábamos parados. Mi primer impulso fue salir corriendo. El segundo paró en el
acto al primero. La puerta seguía abierta. No parecía que fuera a cerrarse en
un espacio de tiempo corto. Yo seguía sudando, llorando y temblando. Y a Dios
gracias que no habían salido más fluidos por otros lugares menos decorosos.
Había una calma tensa. Ese tipo de calma que cuando se acaba
es para darte un buen porrazo, ya sea ficticio o real. No había susurros. No
notaba presencias. Las paredes estaban limpias, ni rastro de sangre ni nada por
el estilo. Reuní todo el valor del que fui capaz, que no era mucho, y asomé el
hocico al pasillo. El número 13 parecía estar grabado a fuego. Un fuego
atemporal. Un fuego que estaba allí desde antes que el hombre lo descubriera.
Desde antes que el hombre existiera, incluso. Y sin embargo hacía frío. No un
frío de: parece que refresca, no. Ni
siquiera un frío polar. Aquel frío era la total ausencia de calor.
Fui capaz de poner los dos pies fuera del ascensor. El
pasillo parecía no tener fin. Ni principio. De hecho todas las paredes,
incluido el techo, parecían existir sólo por la lógica que quería el cerebro
aplicar.
-
¿Hola? – Pude articular.
-
Hola. – Se oyó en la lejanía, pero también tras
de mí.
Con más miedo que vergüenza me giré. No puedo jurar que lo
viera. Que fuera real, o fruto de mi maltrecha imaginación. De mi miedo. Pero
allí había alguien. O algo. Una sombra había cruzado a pocos metros de mí. Lo
susurros volvieron, pero esta vez se simultaneaban con gritos. Si los susurros
habían sido malos, los gritos me oprimían el pecho hasta tal punto que temía
por mi corazón.
Contra toda lógica corrí hasta el ascensor. Era salir del
purgatorio para entrar de nuevo en el infierno. La puerta se cerró, como
queriendo poner un punto y seguido. El ascensor continuó su viaje hacía la
planta veintiuno.
Todas las sensaciones de mi anterior viaje volvieron. Todas.
Y lo hicieron a la vez. Colapsé. Caí fulminado al suelo. Mis miedos, llantos,
temblores, escalofríos. Sus voces, presencias, sangre. Todo al tiempo. El
ascensor parecía ir a más velocidad cada vez, piso tras piso. Yo me aferraba al
suelo con todas mis fuerzas. Notaba las uñas resquebrajarse, las yemas de los
dedos estaban a punto de sangrar.
Al llegar al piso diecinueve el ascensor aminoró la marcha.
Yo me acurruqué de nuevo en una esquina. Y, como una broma macabra (una más),
sonó mi teléfono. No podía ser. Cómo lo podía escuchar sonar a más de un planta
de distancia. Pero sonaba y sonaba, y entonces mi cerebro quiso que mi mano
derecha se introdujera en el bolsillo de mi chaquetón. Allí estaba, el puto
teléfono, ¡allí estaba! ¿Había estado todo el tiempo o era un juego más? No lo
sabía, nunca lo he sabido. Era Raúl quién llamaba. No descolgué. No podía.
Quería, pero me era imposible.
Llegamos al piso veintiuno. Sonó el timbre que avisa de la
llegada al destino. Pero la puerta no se abrió. Por muchos golpes que les diera
a todos los botones la puerta no se abría. Es más, daba la sensación de que me
devolviera la mirada. Una mirada juguetona. Una mirada que sabe lo que va a
pasar, pero no te lo va a decir porque le gustan las sorpresas.
Volvió la calma tensa. Pero sólo duro un instante, esta vez
sí que vino el porrazo. Lo hizo primero en forma de timbre. Y acto seguido el
ascensor comenzó a bajar. Pero esta vez los pisos pasaban a toda velocidad.
Estaba en caída libre. Ya daban igual las voces, si susurraban o gritaban. Los
escalofríos o los temblores. Si lloraba o si podía gritar (que seguía sin
poder). Los sudores o las manchas de sangre. Todo eso me daba igual. Parecía
que el desenlace iba a ser el mismo. Yo aplastado contra el suelo a velocidad
terminal.
No fue así. Como en las atracciones de feria, poco antes de
llegar a la planta baja el ascensor comenzó a decelerar. La llegada fue
plácida. Volvió a sonar el timbre, pero esta vez la puerta sí que se abrió. Sin
pensarlo dos veces salí corriendo. Corrí como nunca antes lo había hecho. Sin
mirar atrás. Sin mirar a ningún lado. No vi a Alfredo, el guarda jurado, con su
cara de sorpresa al verme salir sollozando, demacrado, como con quince años
más. O con quince menos de vida.
Tampoco vi a Raúl apoyado en su coche, apurando su
cigarrillo mientras me esperaba. Y desde luego no vi el coche que venía por mi
derecha. No recuerdo el golpe. Como tampoco recuerdo el mes de recuperación en
el hospital. Sí recuerdo todo lo que pasó en el ascensor. Al instante de
despertar, aquí, en la habitación 238 del centro psiquiátrico Nuestra Señora de
los Desamparados, volvió todo a mi mente. Los susurros, las presencias, los
sollozos, los escalofríos. Todo volvió, para quedarse…
Foto cortesía (una vez más) de Diego Escolano.
Diossssssssssssss, pero qué bien escribes!!!!!! Estoy agobiada!!! odio los ascensores, me dan fobia también, aunque yo no oigo voces ni veo sombras, pero... Voy a seguir usando las escaleras!
ResponderEliminarBravo, bravísimo!!!
Te comparto por twitter.
EliminarPor cierto, leer blanco sobre fondo oscuro da dolor de cabeza :p
Gracias, Marta, ya echaba de menos tus comentarios. ;-P
EliminarEspero no haber agravado yo tu fobia, jeje.
Un beso!
Y tienes razón, pero no he encontrado una combinación de colores que me guste más, de momento. Pero veré de solucionarlo. ;-)
EliminarAaaay!
ResponderEliminar¿Qué ha pasado, Paco? jeje
EliminarHas probado negro sobre blanco?
ResponderEliminarMiré algunos diseños ayer, pero no me terminan de convencer.
EliminarMaravillosamente escrito!!!Una delicia!!!Final inesperado, como el otro!!!Escribe usted muy bien. Mi mas sincera enhorabuena. Bien expresado, bien puntuado, ideas originales. Ni un fallo he encontrado. Este me recuerda mucho a Cortázar. Podría englobarse en el realismo mágico. Estos acontecimientos con una pizca de esoterismo son muy de Cortázar. Algún elemento que se salga de lo natural o real. Enhorabuena de nuevo. Te haré un hueco en mi blog. Un abrazo!!!
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