lunes, 13 de enero de 2014

Planta 21





 
Pasaban veinte minutos de las siete de la tarde. La jornada laboral había acabado por ese día, sin incidentes, cosa que era siempre de agradecer en obras de esta envergadura. Estaba trabajando en la obra de un importante rascacielos. Era mi primera vez. Aunque llevaba años trabajando en la construcción, hasta el momento siempre había sido en viviendas unifamiliares, chalets adosados, alguna reforma. Obras de ese tipo. A mí ya me servía, me ganaba bien mi sueldo. Pero surgió este trabajo y llamaron a la cuadrilla de mi jefe, conmigo incluido. 

Iba a subir al coche cuando me di cuenta de que me había dejado el móvil en la planta en la que estábamos trabajando, la vigésimo primera para los jefes, la veintiuno para los pobres.

-          ¡Mierda! – Exclamé.
-          ¿Qué? – Preguntó Raúl, uno de mis compañeros.
-          Me he dejado el móvil arriba…
-          Es que eres un desastre. Va, sube, te espero aquí, mientras me fumo un cigarrillo.
-          ¿No puedes subir conmigo?
-          ¿Ya estás con la tontería otra vez? – Dijo Raúl con una leve risilla muy mal escondida.
-          No es una tontería, tío, en una fobia. Cada uno tenemos la nuestra.
-          Yo no. – Seguía riendo.
-          Pues tú no, pero mucha gente sí. Hay gente que le tiene miedo a cosas peores que yo. Como por ejemplo a los payasos, o al agua. Lo mío es más razonable, más común.
-          Sí, vale, lo que tú quieras, pero yo te espero aquí. – Zanjó el tema con un guiño y ya sacando el cigarrillo del paquete.

Le regalé una mirada asesina y di media vuelta, tan contundentemente que, a punto estuve de hacer una zanja en el suelo. Mientras me alejaba iba maldiciendo a mi amigo, refunfuñando entre dientes adjetivos, que bien merecerían un lavado de boca con jabón.

Llegué de tal guisa al puesto del guarda jurado.

-          ¿Qué pasa, Julián? ¿Se te ha olvidado algo? – Preguntó Alfredo, con esa voz aflautada que tan flaco favor le hacía a su profesión, y que tan poco conjuntaba con su cuerpo de armario empotrado de tres puertas.
-          Sí, el puto móvil. ¿Me harías el favor de acompañarme? – Pregunté con toda la amabilidad que fui capaz de reunir que, tras el enfado con Raúl, no era mucha.
-          ¿Tienes miedo?
-          ¡Que no es miedo! ¡Que es una fobia!
-          Bueno hombre, no te pongas así… – La voz se iba perdiendo en la lejanía mientras yo accedía al recinto, maldiciendo ahora a dos personas.

Cuando ya estaba a punto de llegar a los ascensores oí que me gritaban. Era Raúl.

-          ¡Julián! ¡Julián!
-          ¿Qué? ¿Vienes a acompañarme? – Dije con un tono de esperanza poco disimulada.
-          Sí… No. Vengo a decirte que ni se te ocurra subir por las escaleras. Que como tardes mucho me piro y te vas a casa en autobús.
-          ¡Que te den!
-          Sí, vale, pero no tardes o me piro.

Justo cuando había parado de maldecir… SI es que no le dejan a uno afrontar sus miedos sin que le toquen las narices…

Apreté el botón de llamada. Se abrió la puerta del ascensor más a la derecha de los tres que había en ese costado del recibidor. Al otro costado había otros tres, pero no estaban activos todavía. Suspiré. Me santigüé, no es que sea creyente, pero tampoco está de más un poco de ayuda. Se cerró la puerta antes de que entrara. Volví a suspirar. ¿Y si dejaba el móvil allí y ya lo recogía mañana? Raúl fijo que se burlaba de mí. ¿Qué prefería, risas o pasar un mal rato? Elegí el mal rato.

Apreté de nuevo el botón. Se abrió la puerta del mismo ascensor. Repetí el ritual, suspiro, santiguarme, pero esta vez lo hice ya dentro del ascensor. Presioné el botón de la planta veintiuno. El ascensor comenzó a subir. Yo comencé a sudar.

Era un pánico irracional, como buena fobia, pero era superior a mí. No podía con los ascensores. Y no era ya sólo por la sensación claustrofóbica del aparato en sí. De no poder salir de allí en el momento que uno quiera. Además de eso, había que unir la idea de estar colgando de unos cables, que por muy bien pensados que estén, y por muchos frenos que tengan, no deja de ser un chisme colgando de unos cables en el vacío. Por eso yo nunca había vivido en altura, y por lo mismo había intentado evitar hasta esa obra, trabajar en edificios con ascensor.

En el segundo piso empezó a temblar. Yo me apreté contra la pared con tal fuerza que temí haber dejado una marca. En el tercero el movimiento cambió, pasó de ser lateral a serlo de arriba abajo, cual yo-yo. Las manos me sudaban, mi cuerpo temblaba, mi cabeza trataba de rezar, de maldecir, de suplicar, cualquier cosa que hiciera que el meneo acabara. Lo hizo en el cuarto. Pero para dar paso a algo peor.

En el cuarto comenzaron los susurros. Unas voces muy débiles, pero que te taladraban los tímpanos hasta llegar al cerebro. Ahí se quedaban dando tumbos de un lado a otro. Arrastrándose cual alma en pena. Los escalofríos recorrían mi cuerpo uno tras otro, como intentando  ver quién ganaba. Quién era capaz de salir de mi cuerpo y tratar de huir. Ninguno de ellos lo conseguía, pero continuaban recorriendo mi espinazo una y otra vez.

La llegada al quinto trajo una sensación nueva. Notaba como una presencia. Como si alguien me estuviera vigilando. Observándome tras de mí, por encima de mi hombro. Enfrente de mí. La presencia parecía rodearme. Comencé a llorar. Las lágrimas abarrotaron mis ojos de inmediato, como si hubieran estado esperando ese momento. Cual marabunta de gente el primer día de rebajas. Las voces seguían susurrando, aunque parecía que a cada momento se incorporaba una voz nueva.

El sexto y el séptimo no fueron mejores. Al contrario, la presencia se hacía más agobiante. Temía que en cualquier momento fuera a notar su roce contra mi cuerpo. Yo no podía parar de llorar, de temblar. Aporreaba todos los botones posibles, con la esperanza de que el ascensor parara en alguna planta. El llanto me impedía gritar, aunque yo lo intentaba con toda mi alma. Pero era imposible, ni una palabra lograba salir de mi boca. Parecía que todas habían decido que estaban más seguras dentro de mi cuerpo.

Estaba hecho un ovillo en una esquina. Nunca una persona de más de metro noventa y cien kilos de peso había ocupado tan poco espacio. No sé si era por las lágrimas de mis ojos o fruto del miedo comencé a ver sangrar las paredes. La sangre fluía y corría, pero no sin sentido alguno. Iba formando dibujos y palabras, y mi cerebro, al ir recopilando datos iba llegando más y más rápido al borde del colapso. El ataque de ansiedad ya era un hecho cuando llegamos a la planta once.

De repente el ascensor paró. Se abrió la puerta y mi sangre se heló. No podía ser. Era imposible. Habíamos parado en la planta trece. Algo inconcebible en los edificios modernos de culturas supersticiosas. Ni siquiera existía como planta de servicios, como en algunas torres. Y sin embargo allí estábamos parados. Mi primer impulso fue salir corriendo. El segundo paró en el acto al primero. La puerta seguía abierta. No parecía que fuera a cerrarse en un espacio de tiempo corto. Yo seguía sudando, llorando y temblando. Y a Dios gracias que no habían salido más fluidos por otros lugares menos decorosos.

Había una calma tensa. Ese tipo de calma que cuando se acaba es para darte un buen porrazo, ya sea ficticio o real. No había susurros. No notaba presencias. Las paredes estaban limpias, ni rastro de sangre ni nada por el estilo. Reuní todo el valor del que fui capaz, que no era mucho, y asomé el hocico al pasillo. El número 13 parecía estar grabado a fuego. Un fuego atemporal. Un fuego que estaba allí desde antes que el hombre lo descubriera. Desde antes que el hombre existiera, incluso. Y sin embargo hacía frío. No un frío de: parece que refresca, no. Ni siquiera un frío polar. Aquel frío era la total ausencia de calor.

Fui capaz de poner los dos pies fuera del ascensor. El pasillo parecía no tener fin. Ni principio. De hecho todas las paredes, incluido el techo, parecían existir sólo por la lógica que quería el cerebro aplicar.

-          ¿Hola? – Pude articular.
-          Hola. – Se oyó en la lejanía, pero también tras de mí.

Con más miedo que vergüenza me giré. No puedo jurar que lo viera. Que fuera real, o fruto de mi maltrecha imaginación. De mi miedo. Pero allí había alguien. O algo. Una sombra había cruzado a pocos metros de mí. Lo susurros volvieron, pero esta vez se simultaneaban con gritos. Si los susurros habían sido malos, los gritos me oprimían el pecho hasta tal punto que temía por mi corazón.

Contra toda lógica corrí hasta el ascensor. Era salir del purgatorio para entrar de nuevo en el infierno. La puerta se cerró, como queriendo poner un punto y seguido. El ascensor continuó su viaje hacía la planta veintiuno.

Todas las sensaciones de mi anterior viaje volvieron. Todas. Y lo hicieron a la vez. Colapsé. Caí fulminado al suelo. Mis miedos, llantos, temblores, escalofríos. Sus voces, presencias, sangre. Todo al tiempo. El ascensor parecía ir a más velocidad cada vez, piso tras piso. Yo me aferraba al suelo con todas mis fuerzas. Notaba las uñas resquebrajarse, las yemas de los dedos estaban a punto de sangrar.

Al llegar al piso diecinueve el ascensor aminoró la marcha. Yo me acurruqué de nuevo en una esquina. Y, como una broma macabra (una más), sonó mi teléfono. No podía ser. Cómo lo podía escuchar sonar a más de un planta de distancia. Pero sonaba y sonaba, y entonces mi cerebro quiso que mi mano derecha se introdujera en el bolsillo de mi chaquetón. Allí estaba, el puto teléfono, ¡allí estaba! ¿Había estado todo el tiempo o era un juego más? No lo sabía, nunca lo he sabido. Era Raúl quién llamaba. No descolgué. No podía. Quería, pero me era imposible.

Llegamos al piso veintiuno. Sonó el timbre que avisa de la llegada al destino. Pero la puerta no se abrió. Por muchos golpes que les diera a todos los botones la puerta no se abría. Es más, daba la sensación de que me devolviera la mirada. Una mirada juguetona. Una mirada que sabe lo que va a pasar, pero no te lo va a decir porque le gustan las sorpresas.

Volvió la calma tensa. Pero sólo duro un instante, esta vez sí que vino el porrazo. Lo hizo primero en forma de timbre. Y acto seguido el ascensor comenzó a bajar. Pero esta vez los pisos pasaban a toda velocidad. Estaba en caída libre. Ya daban igual las voces, si susurraban o gritaban. Los escalofríos o los temblores. Si lloraba o si podía gritar (que seguía sin poder). Los sudores o las manchas de sangre. Todo eso me daba igual. Parecía que el desenlace iba a ser el mismo. Yo aplastado contra el suelo a velocidad terminal.

No fue así. Como en las atracciones de feria, poco antes de llegar a la planta baja el ascensor comenzó a decelerar. La llegada fue plácida. Volvió a sonar el timbre, pero esta vez la puerta sí que se abrió. Sin pensarlo dos veces salí corriendo. Corrí como nunca antes lo había hecho. Sin mirar atrás. Sin mirar a ningún lado. No vi a Alfredo, el guarda jurado, con su cara de sorpresa al verme salir sollozando, demacrado, como con quince años más. O con quince menos de vida.

Tampoco vi a Raúl apoyado en su coche, apurando su cigarrillo mientras me esperaba. Y desde luego no vi el coche que venía por mi derecha. No recuerdo el golpe. Como tampoco recuerdo el mes de recuperación en el hospital. Sí recuerdo todo lo que pasó en el ascensor. Al instante de despertar, aquí, en la habitación 238 del centro psiquiátrico Nuestra Señora de los Desamparados, volvió todo a mi mente. Los susurros, las presencias, los sollozos, los escalofríos. Todo volvió, para quedarse…



Foto cortesía (una vez más) de Diego Escolano.


9 comentarios:

  1. Diossssssssssssss, pero qué bien escribes!!!!!! Estoy agobiada!!! odio los ascensores, me dan fobia también, aunque yo no oigo voces ni veo sombras, pero... Voy a seguir usando las escaleras!
    Bravo, bravísimo!!!

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    1. Te comparto por twitter.
      Por cierto, leer blanco sobre fondo oscuro da dolor de cabeza :p

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    2. Gracias, Marta, ya echaba de menos tus comentarios. ;-P

      Espero no haber agravado yo tu fobia, jeje.

      Un beso!

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    3. Y tienes razón, pero no he encontrado una combinación de colores que me guste más, de momento. Pero veré de solucionarlo. ;-)

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  2. Respuestas
    1. Miré algunos diseños ayer, pero no me terminan de convencer.

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  3. Maravillosamente escrito!!!Una delicia!!!Final inesperado, como el otro!!!Escribe usted muy bien. Mi mas sincera enhorabuena. Bien expresado, bien puntuado, ideas originales. Ni un fallo he encontrado. Este me recuerda mucho a Cortázar. Podría englobarse en el realismo mágico. Estos acontecimientos con una pizca de esoterismo son muy de Cortázar. Algún elemento que se salga de lo natural o real. Enhorabuena de nuevo. Te haré un hueco en mi blog. Un abrazo!!!

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