Ghost Town Blues es la canción de Social Distortion que sirivió de espoleta para comenzar este texto.
La carretera era la Interestatal 76, como podía haber sido la 65, la 39 o
cualquier otra. Era esa porque tenía que ir desde Morgantown hasta Bedford,
para comenzar una nueva vida, en un nuevo empleo. Un viaje aburrido, y que no
podía hacer de otro modo más que por carretera. Era un incordio, pero no tenía otra
opción.
Bien pertrechado, con mis maletas llenas de ropa y mi
corazón lleno de ilusión, partí muy temprano. El sol se unió al viaje cuando llevaba
más de una hora de trayecto. La música
sonaba sin parar, desde Joan Jett y sus Blackhearts, hasta The Kinks, pasando
por toda una gama de clásicos de entre principios los 60 hasta finales de los
70. Las mejores décadas de la música, para mí, que no dudaba en cantar al unísono
con mis ídolos canción sí, canción también.
Cuando llevaba unas
tres horas y media de camino, mientras sonaba I saw her standing there, de The
Beatles, una imagen me sorprendió. Parecía haberse sincronizado de alguna
manera con la canción. Era una mujer parada en la cuneta, en mitad de la
carretera, en mitad de la nada. No hizo gesto alguno, pero su mirada tenía un
regusto de nostalgia mal reprimida. Una añoranza de tiempos mejores, que unida
a su harapienta ropa y a su demacrada figura te hacía sentir un mal tipo por no
haber parado y haberle preguntado si necesitaba algo. Tuve la tentación de
hacerlo, pero cuando miré por el retrovisor, para ver si no venía nadie detrás
de mí, y podía hacer un giro allí mismo, ella ya no estaba. Era posible que se
hubiera adentrado en los campos de maíz, quizá vivía por allí cerca, en alguna
de las granjas de la zona.
Cuando volví a poner mi vista en la carretera note una
sensación intensa de frío. Hasta tal punto que la luna delantera se comenzó a
escarchar. Al mismo tiempo escuché una voz que dijo:
—
Yo vivía un poco más adelante.
Frené en seco. Miré al asiento del copiloto y tuve la
impresión de ver desvanecerse una figura en él. La voz seguía sonando en mi
cabeza. Lo cual me hizo buscar, y aceptar como buena, la explicación más
lógica. Había sido una alucinación, fruto de la sugestión al ver a aquella
extraña mujer. Una alucinación, primero auditiva y luego visual.
Reanudé la marcha, no sin antes poner la calefacción a una
potencia considerable, más teniendo en cuenta que estábamos en el mes de julio.
Unas millas más adelante había un área de servicio, paré para estirar las
piernas y dejar todos esos extraños sentimientos atrás. Tratar de sacarlos de
mi mente. No soy una persona supersticiosa o demasiado creyente en lo
sobrenatural, pero todo aquello parecía querer quedarse para el resto del
viaje, y era algo que no iba a permitir. Cuando uno viaja por carretera, y
tiene los mandos de una máquina de más de mil kilos, es mejor no andar con
tonterías nublando tus sentidos. Así pues, pensé que un buen café bien cargado
y algo de agua fresca en la cara solucionarían el problema.
Entre los acontecimientos que vi y la parada posterior, no programada, había
perdido un tiempo precioso. Y eso era algo que odiaba. Siempre planeaba los
viajes al minuto, y cualquier cosa que los hiciera variar, por poco que fuera,
me hacía sentir incómodo. A riesgo de ser un poco insensato, y de que la
policía de carretera me multara, aceleré la marcha un veinte por cien por
encima de los límites. Según mis cálculos con eso debía bastar para, en no
mucho más de una hora, poder estar otra vez en mi tiempo marcado.
No pudo ser.
No habrían pasado ni diez minutos cuando volví a ver una
imagen similar. Esta vez era un hombre, harapiento, demacrado, con la mirada
llena de dolor y vacía de esperanza. No paré, al contrario, aceleré tanto que
casi saco el pie fuera del coche. La luna delantera se volvió a escarchar, y
otra voz, una voz rasgada, que sonaba como una
copa de cristal al desquebrajarse.
—
Ahí delante malgasté mis últimas lágrimas.
Miré al asiento del copiloto. Estaba vacío. Me alivió. Duró
poco. Al mirar por el retrovisor vi la cara reflejada en él. Era la cara de la
desilusión, llena de una tristeza tan grande que ya ni siquiera se molestaba en
llorar.
Volví a acelerar. Tratando de que, con ese simple acto, todo
aquello quedara atrás. No funcionó.
Parecía que el coche, en lugar de querer huir de todo
aquello, pretendía experimentarlo de primera mano. El motor comenzó a dar
trompicones, como si se ahogara, hasta que al final se paró por completo. Y no
lo hizo en medio de la nada. No. Eso habría sido mucho mejor que el paraje en
el que se detuvo. Lo hizo en un pueblo. Podía haberlo hecho en un pueblo
cualquiera, de las decenas que había en el trayecto. No le pareció oportuno.
Paró en Werhum, o eso rezaba el maltrecho cartel que había a la entrada.
No era lo único maltrecho. También lo estaban mis nervios.
Lo empezaba a estar mi cabeza. Y hacía tiempo que lo estaba todo el pueblo. El
aspecto no era desolador. La desolación hacía tiempo que se había aburrido de
estar allí. Tampoco se podía decir que estaba carente de alma, como pude
comprobar algo más tarde. Aquello era la definición más académica de pueblo
fantasma.
Traté de recomponerme y salir del coche. Sólo conseguí lo
segundo. La imagen de aquel tipo no quería salir de mi mente. Lo peor era que
ahora se le había unido la anterior imagen, la de la mujer. Sus voces repetían
sus respectivas frases en un bucle infinito. Como una irritante sicofonía, que
parecía estar burlándose de mí. El frío decidió hacerme compañía. Con la osadía
del que no cree, y piensa que por no creer en algo ya no existe, me dirigí a
nadie y al pueblo entero.
—
¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Eran las típicas palabras que, en las películas de serie B
del género de terror, siempre decía alguien del elenco. Por lo general un actor
secundario, de una etnia minoritaria, minutos antes de morir. Pero también eran
las que me parecían más lógicas. Si es que había un milígramo de lógica en todo aquello.
Nadie respondió. Sin embargo notaba la mirada de alguien. De
muchos alguien, para ser exactos.
Podría decir que las notaba clavarse en mi nuca, o alguna sandez típica también
de estos casos. Pero no era así. Notaba unas miradas juguetonas, como las de
los niños cuando ven a un extraño y le sonríen con timidez. Otras miradas eran
curiosas, con esa carga de curiosidad inquisidora de las ancianas ante la
presencia de un forastero. Pero sólo eran eso, miradas perdidas en el tiempo.
Flotando en el aire desde Dios sabe cuándo. No había nadie allí que las pudiera
reclamar. O eso parecía.
Una risita nerviosa hizo que me girara. Una figura parecía
tratar de decidirse entre hacerse más corpórea, más visible, o desvanecerse por
completo. Era una niña, de unos tres años. Llevaba un vestido blanco de manga
larga, que le llegaba hasta las rodillas. Unos zapatos negros y unos calcetines
largos, negros también. Un sombrero adornaba su cabeza. Sujetaba una especie de
muñeco, con el amor de una madre sujetando a su recién nacido. Su mirada era
pura a la vez que inquietante.
—
¿Has venido para quedarte? —La entonación que le
dio hizo que sonara como una pregunta retórica.
No supe que hacer. Toda la lógica, poca o mucha, que había
ido acumulando durante estos años me decía que aquello era imposible. Por lo
tanto, ¿cómo iba a contestar? Sin embargo allí estaba ella. La podía ver, cada
vez más nítidamente. Parecía más real a cada instante.
—
¿Has venido para quedarte? —Repitió
—
No, cielo. Sólo estoy de paso.
—
Ah… No es la sensación que nos ha dado… —Miró a
su alrededor.
En ese momento cientos de figuras comenzaron a
materializarse. Una especie de bullicio me rodeaba. No me hizo sentir miedo, al
contrario, era una sensación confortable. Las miradas de la gente que se iba
congregando allí me hacían sentir como en casa. Como en una reunión de viejos
amigos.
—
Ya, bueno… —No quería ser descortés—, quizá en
otro momento. Ahora tengo que llamar a alguien para que me arregle el coche y
seguir mi camino.
—
¡Oh! Me temo que no lo has entendido. —Dirigió
su mirada hacia dónde mi coche había dejado de funcionar.
Las imágenes que vi a continuación salían de mi comprensión.
Lo que veía no tenía nada que ver con cómo yo lo recordaba. Estaba mi coche.
Parado. Pero había parado contra un árbol, en la cuneta, a pocos metros de la
entrada del pueblo. Mi cuerpo había salido despedido, mi maldita manía de no
llevar el cinturón de seguridad puesto, y había aterrizado a unos diez metros.
Estaba inmóvil, rodeado de gente que gritaba.
—
¡Llamad a una ambulancia! ¡Rápido! —Dijo uno de
los buenos samaritanos que habían parado.
Ya no notaba frío. Eso había quedado atrás. De hecho, visto
con perspectiva, dejé de notarlo cuando la niña habló por vez primera.
–
¿Quieres jugar conmigo? —Era la niña otra vez.
Su pregunta ahora sonaba a afirmación.
Eché un último vistazo a mi cuerpo inerte. La niña me tendió
su mano. Dudé un instante. Ella me sonrió. Me dejé llevar. Era lo mejor. Todo
había acabado. No querer asumirlo era un error.
Atrapante desde el principio al fin. Me gusto la manera de llevar el relato, el suspenso constante y el final resignado, a aquello que se nos insinúa en el horizonte pero que solo aceptamos al final. Excelente. Un saludo.
ResponderEliminarMe alegro que te haya gustado y te haya llevado en ese viaje.
EliminarMuchas gracias por tus palabras, Mirta.
Saludos!