martes, 21 de enero de 2014

Ghost Town Blues



Ghost Town Blues es la canción de Social Distortion que sirivió de espoleta para comenzar este texto.


La carretera era la Interestatal  76, como podía haber sido la 65, la 39 o cualquier otra. Era esa porque tenía que ir desde Morgantown hasta Bedford, para comenzar una nueva vida, en un nuevo empleo. Un viaje aburrido, y que no podía hacer de otro modo más que por carretera. Era un incordio, pero no tenía otra opción.

Bien pertrechado, con mis maletas llenas de ropa y mi corazón lleno de ilusión, partí muy temprano. El sol se unió al viaje cuando llevaba  más de una hora de trayecto. La música sonaba sin parar, desde Joan Jett y sus Blackhearts, hasta The Kinks, pasando por toda una gama de clásicos de entre principios los 60 hasta finales de los 70. Las mejores décadas de la música, para mí, que no dudaba en cantar al unísono con mis ídolos canción sí, canción también.

Cuando llevaba  unas tres horas y media de camino, mientras sonaba I saw her standing there, de The Beatles, una imagen me sorprendió. Parecía haberse sincronizado de alguna manera con la canción. Era una mujer parada en la cuneta, en mitad de la carretera, en mitad de la nada. No hizo gesto alguno, pero su mirada tenía un regusto de nostalgia mal reprimida. Una añoranza de tiempos mejores, que unida a su harapienta ropa y a su demacrada figura te hacía sentir un mal tipo por no haber parado y haberle preguntado si necesitaba algo. Tuve la tentación de hacerlo, pero cuando miré por el retrovisor, para ver si no venía nadie detrás de mí, y podía hacer un giro allí mismo, ella ya no estaba. Era posible que se hubiera adentrado en los campos de maíz, quizá vivía por allí cerca, en alguna de las granjas de la zona.

Cuando volví a poner mi vista en la carretera note una sensación intensa de frío. Hasta tal punto que la luna delantera se comenzó a escarchar. Al mismo tiempo escuché una voz que dijo:

     Yo vivía un poco más adelante.

Frené en seco. Miré al asiento del copiloto y tuve la impresión de ver desvanecerse una figura en él. La voz seguía sonando en mi cabeza. Lo cual me hizo buscar, y aceptar como buena, la explicación más lógica. Había sido una alucinación, fruto de la sugestión al ver a aquella extraña mujer. Una alucinación, primero auditiva y luego visual.

Reanudé la marcha, no sin antes poner la calefacción a una potencia considerable, más teniendo en cuenta que estábamos en el mes de julio. Unas millas más adelante había un área de servicio, paré para estirar las piernas y dejar todos esos extraños sentimientos atrás. Tratar de sacarlos de mi mente. No soy una persona supersticiosa o demasiado creyente en lo sobrenatural, pero todo aquello parecía querer quedarse para el resto del viaje, y era algo que no iba a permitir. Cuando uno viaja por carretera, y tiene los mandos de una máquina de más de mil kilos, es mejor no andar con tonterías nublando tus sentidos. Así pues, pensé que un buen café bien cargado y algo de agua fresca en la cara solucionarían el problema.

Entre los acontecimientos que vi  y la parada posterior, no programada, había perdido un tiempo precioso. Y eso era algo que odiaba. Siempre planeaba los viajes al minuto, y cualquier cosa que los hiciera variar, por poco que fuera, me hacía sentir incómodo. A riesgo de ser un poco insensato, y de que la policía de carretera me multara, aceleré la marcha un veinte por cien por encima de los límites. Según mis cálculos con eso debía bastar para, en no mucho más de una hora, poder estar otra vez en mi tiempo marcado.

No pudo ser.

No habrían pasado ni diez minutos cuando volví a ver una imagen similar. Esta vez era un hombre, harapiento, demacrado, con la mirada llena de dolor y vacía de esperanza. No paré, al contrario, aceleré tanto que casi saco el pie fuera del coche. La luna delantera se volvió a escarchar, y otra voz, una voz rasgada, que sonaba como una  copa de cristal al desquebrajarse.

     Ahí delante malgasté mis últimas lágrimas.

Miré al asiento del copiloto. Estaba vacío. Me alivió. Duró poco. Al mirar por el retrovisor vi la cara reflejada en él. Era la cara de la desilusión, llena de una tristeza tan grande que ya ni siquiera se molestaba en llorar.

Volví a acelerar. Tratando de que, con ese simple acto, todo aquello quedara atrás. No funcionó.

Parecía que el coche, en lugar de querer huir de todo aquello, pretendía experimentarlo de primera mano. El motor comenzó a dar trompicones, como si se ahogara, hasta que al final se paró por completo. Y no lo hizo en medio de la nada. No. Eso habría sido mucho mejor que el paraje en el que se detuvo. Lo hizo en un pueblo. Podía haberlo hecho en un pueblo cualquiera, de las decenas que había en el trayecto. No le pareció oportuno. Paró en Werhum, o eso rezaba el maltrecho cartel que había a la entrada.

No era lo único maltrecho. También lo estaban mis nervios. Lo empezaba a estar mi cabeza. Y hacía tiempo que lo estaba todo el pueblo. El aspecto no era desolador. La desolación hacía tiempo que se había aburrido de estar allí. Tampoco se podía decir que estaba carente de alma, como pude comprobar algo más tarde. Aquello era la definición más académica de pueblo fantasma.

Traté de recomponerme y salir del coche. Sólo conseguí lo segundo. La imagen de aquel tipo no quería salir de mi mente. Lo peor era que ahora se le había unido la anterior imagen, la de la mujer. Sus voces repetían sus respectivas frases en un bucle infinito. Como una irritante sicofonía, que parecía estar burlándose de mí. El frío decidió hacerme compañía. Con la osadía del que no cree, y piensa que por no creer en algo ya no existe, me dirigí a nadie y al pueblo entero.

     ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Eran las típicas palabras que, en las películas de serie B del género de terror, siempre decía alguien del elenco. Por lo general un actor secundario, de una etnia minoritaria, minutos antes de morir. Pero también eran las que me parecían más lógicas. Si es que había un milígramo de  lógica en todo aquello.

Nadie respondió. Sin embargo notaba la mirada de alguien. De muchos alguien, para ser exactos. Podría decir que las notaba clavarse en mi nuca, o alguna sandez típica también de estos casos. Pero no era así. Notaba unas miradas juguetonas, como las de los niños cuando ven a un extraño y le sonríen con timidez. Otras miradas eran curiosas, con esa carga de curiosidad inquisidora de las ancianas ante la presencia de un forastero. Pero sólo eran eso, miradas perdidas en el tiempo. Flotando en el aire desde Dios sabe cuándo. No había nadie allí que las pudiera reclamar. O eso parecía.

Una risita nerviosa hizo que me girara. Una figura parecía tratar de decidirse entre hacerse más corpórea, más visible, o desvanecerse por completo. Era una niña, de unos tres años. Llevaba un vestido blanco de manga larga, que le llegaba hasta las rodillas. Unos zapatos negros y unos calcetines largos, negros también. Un sombrero adornaba su cabeza. Sujetaba una especie de muñeco, con el amor de una madre sujetando a su recién nacido. Su mirada era pura a la vez que inquietante. 




     ¿Has venido para quedarte? —La entonación que le dio hizo que sonara como una pregunta retórica.

No supe que hacer. Toda la lógica, poca o mucha, que había ido acumulando durante estos años me decía que aquello era imposible. Por lo tanto, ¿cómo iba a contestar? Sin embargo allí estaba ella. La podía ver, cada vez más nítidamente. Parecía más real a cada instante.

     ¿Has venido para quedarte? —Repitió
     No, cielo. Sólo estoy de paso.
     Ah… No es la sensación que nos ha dado… —Miró a su alrededor.

En ese momento cientos de figuras comenzaron a materializarse. Una especie de bullicio me rodeaba. No me hizo sentir miedo, al contrario, era una sensación confortable. Las miradas de la gente que se iba congregando allí me hacían sentir como en casa. Como en una reunión de viejos amigos.

     Ya, bueno… —No quería ser descortés—, quizá en otro momento. Ahora tengo que llamar a alguien para que me arregle el coche y seguir mi camino.
     ¡Oh! Me temo que no lo has entendido. —Dirigió su mirada hacia dónde mi coche había dejado de funcionar.

Las imágenes que vi a continuación salían de mi comprensión. Lo que veía no tenía nada que ver con cómo yo lo recordaba. Estaba mi coche. Parado. Pero había parado contra un árbol, en la cuneta, a pocos metros de la entrada del pueblo. Mi cuerpo había salido despedido, mi maldita manía de no llevar el cinturón de seguridad puesto, y había aterrizado a unos diez metros. Estaba inmóvil, rodeado de gente que gritaba.

     ¡Llamad a una ambulancia! ¡Rápido! —Dijo uno de los buenos samaritanos que habían parado.

Ya no notaba frío. Eso había quedado atrás. De hecho, visto con perspectiva, dejé de notarlo cuando la niña habló por vez primera.

        ¿Quieres jugar conmigo? —Era la niña otra vez. Su pregunta ahora sonaba a afirmación.
 
Eché un último vistazo a mi cuerpo inerte. La niña me tendió su mano. Dudé un instante. Ella me sonrió. Me dejé llevar. Era lo mejor. Todo había acabado. No querer asumirlo era un error.

2 comentarios:

  1. Atrapante desde el principio al fin. Me gusto la manera de llevar el relato, el suspenso constante y el final resignado, a aquello que se nos insinúa en el horizonte pero que solo aceptamos al final. Excelente. Un saludo.

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    1. Me alegro que te haya gustado y te haya llevado en ese viaje.
      Muchas gracias por tus palabras, Mirta.

      Saludos!

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