Pasaban diez minutos de
las nueve de la noche cuando llegó a casa. Había pasado fuera la última semana.
Estaban cerrando la contabilidad del segundo trimestre y como siempre en estas
fechas los informes, las facturas, las hojas de cálculo se acumulaban en su
despacho, en la sede central, y lo que era peor, en su cabeza.
Siempre decía que tenía
que cambiar de trabajo, pero nunca tenía el coraje suficiente. Siempre decía
que tenía que dejar aquella maldita ciudad, romper con todo y empezar de nuevo,
pero no tenía el coraje suficiente.
Recogió el correo de su
buzón y mientras recorría el estrecho y sinuoso camino de grava que le llevaba
hasta la entrada de su casa fue ojeándolo. No había sorpresas aparentes. Los
únicos que se preocupaban de él eran los bancos y los de las tarjetas de
crédito. Facturas y más facturas. No se podía olvidar de ellas ni en el trabajo
ni fuera de él.
Fue al tiempo que cerró
la puerta tras de sí cuando vio la nota discordante. “Por fin una carta
distinta”, pensó. No llevaba remite, y por la parte delantera tampoco había
muchas más información que sus propios datos:
Richard Stevenson
8401 Mercury Street
Norfolk
También había una especie
de logotipo, casi ilegible. Daba la sensación de que habían impreso muchos
sobres y que para cuando llegaron al suyo la tinta estaba suplicando ya un
tiempo muerto. Lo que él intuía en aquel dibujo era un círculo y atravesándolo,
a modo de tibias pirata, una especie de bate o palo y algo que se distinguía
aún peor, pero que al verlo el concepto afilado
no desaparecía de tu cabeza.
La curiosidad fue la que
se impuso a la prudencia y decidió que aquella sería la primera carta que
abriría. La prudencia se pasaría toda la eternidad recordándole a la curiosidad
que, irónicamente,
también fue la última carta que abrió.
Comenzó a leer:
Estimado señor Stevenson,
Me complace dirigirme a Ud. para comunicarle que
es usted una persona afortunada.
Una persona afortunada…
Estaba claro que quién le escribía no le conocía en absoluto, pensó. Pero
bueno, algún día tenía que cambiar su suerte. Quién sabe, quizá el Azar, la
Fortuna, o quien fuera que dirigía el cotarro en el Universo se había
compadecido de él…
Continuó leyendo más
motivado que al principio:
Y lo es por dos motivos. El primero, porque ha
sido seleccionado de entre más de diez mil aspirantes.
No estaba tan mal. De
diez mil habían pensado que el idóneo era él. Estaba claro que este era el
golpe de suerte que tanto había esperado.
El segundo, porque no todo el mundo sabe cuándo va
a ser el día exacto de su muerte, y usted sí.
Se le heló la sangre. Era
la típica frase que usaban en las novelas y que a él siempre la había parecido
una idiotez. Helarse la sangre, menuda tontería. Bien, a sus plaquetas la idea
ya no les parecía tan absurda. Tenía que ser una broma o un error.
No, mi querido señor Stevenson, no se trata de
ninguna broma, ni de ningún error.
O quizás no.
Es Ud. el Elegido. En cuanto acabe de leer esta
carta morirá. De hecho morirá aunque no la acabe de leer, pero no le conviene
hacerme ese feo. No es consciente de la cantidad de maneras de sufrir dolor que
podría llegar a experimentar.
Aquello no podía ser
real. Quién podía querer hacerle daño. Y menos aún matarle. Si él no era de la
clase de personas que alimentaban esos sentimientos en la gente. De hecho él
era de la clase de persona que no alimentaba ningún sentimiento en nadie.
No sabía bien que hacer.
La prudencia, que ya estaba harta de recordar que no debía haber abierto la
carta, le gritaba que no siguiera leyendo y saliera de allí lo más rápido posible.
Sin embargo, la curiosidad volvió a ganar a la prudencia y al miedo, que se
había unido a la fiesta.
Hace bien en seguir leyendo, créame. Ahora le voy
a comentar unos pequeños datos, de cómo está la situación. Está sólo en su casa
y lo más divertido de todo, está incomunicado. Así que, cuando la curiosidad
deje paso al pánico, que es algo que ocurrirá en breve, ha de saber que no
podrá pedir a nadie que le ayude.
Se le heló la sangre.
Algo que podría parecer repetitivo, pero no lo era. Ahora había entendido el
sentido de aquella frase que tantas veces había leído. Lo de antes, en
comparación, no había pasado de una pequeña brisa veraniega. Lo de ahora era en
serio.
Cuando pudo convencer a
sus pies de que se movieran, algo que le costó bastante, se dirigió al teléfono
y descolgó. No había línea. Abrió el móvil, la cobertura parecía haber sido más
precavida y debía estar ya cruzando la frontera del estado.
Esto último le pareció
una gran idea y salió como alma que lleva el Diablo hacia la puerta. Sólo tenía
que cruzar el umbral, correr hasta el coche y no mirar atrás hasta que la
gasolina abandonara el depósito. Parecía fácil, demasiado fácil. Hasta que
llegó a la puerta y ésta se negó a abrirse. Parecía atrancada. Trató de
calmarse, al menos el tiempo justo para abrir la puerta y salir de allí. No se
abría. No parecía atrancada, parecía cerrada con llave. Echó mano al bolsillo.
Una mano temblorosa salió del mismo con las llaves chocando entre ellas como si
también quisieran deshacerse del llavero y huir. A duras penas atinó con la
llave en la cerradura, giró la mano, la puerta seguía cerrada. Examinó la
llave, era la correcta. Volvió a girar por segunda vez, nada. La tercera vez no
obtuvo mejor resultado.
A su espalda la carta
parecía estar observándole con una sonrisa, entre macabra y juguetona. Era como
la mezcla entre la sonrisa de un niño antes de una travesura y la de un verdugo
al que le gusta su trabajo.
Sin saber muy bien por
qué, siguió leyendo:
Así es, señor Stevenson, está Ud. incomunicado. Y
nadie vendrá a socorrerle. No aparecerá nadie en el último minuto. No
conseguirá que me apiade de Ud. Va a morir, asúmalo como un hombre y muera con
dignidad.
Gritar. ¿Cómo no se le
había ocurrido antes? Tenía que gritar pidiendo ayuda, los Fitzgerald vivían lo
suficientemente cerca como para oírles discutir todas las noches. A él también
le oirían.
- ¡Socorro! - Gritó con
todas sus fuerzas. - ¡Que alguien me ayude! ¡Socorro! ¡Señor Fitzgerald, llame
a la policía!
Algo le decía que aquello
no estaba surtiendo el efecto deseado. Y ese algo parecía ser la carta:
Señor Stevenson… No insulte mi profesionalidad… Me
he tomado la molestia de cambiar la cerradura, por dentro, y de cambiar todos
sus preciosos ventanales por cristales aislantes, durante su ausencia. Nadie le
va a oír pedir ayuda. Como tampoco nadie le va a escuchar gritar de dolor,
suplicar clemencia, rogar por su vida… Todo eso, señor Stevenson, no va a
pasar.
Ahora estamos los dos solos. Porque, sí, señor
Stevenson, yo estoy en su casa, acompañándole en estos preciosos momentos,
previos a su muerte. Cosa lógica, claro, ya que voy a ser yo el que le arrebate
la vida…
Llegados a este punto, debe elegir entre seguir
leyendo y conocer con todo lujo de detalles como va a ser su dolorosa, cruel y
lenta muerte, o dejar que le vaya sorprendiendo sobre la marcha. En su mano
está.
La carta se le escapó de
la mano y fue poco a poco planeando hasta el suelo. Sólo una foto finish habría
sido capaz de decidir qué fue antes, si la llegada de la carta al suelo, la
llegada de la oscuridad a la casa, o el impacto del bate en su cabeza. Allí no
había nadie que lo pudiera afirmar a ciencia cierta, claro que a la cabeza en
ese momento era lo que menos le preocupaba.
El golpe hizo que
Richard, se tambaleara. Eso decía mucho en favor de su cabeza, no todas habrían
encajado el golpe con aquella facilidad. De todos modos se tambaleaba, que
tampoco era gran cosa en ese momento, en el que todas las neuronas de su cuerpo
demandaban un plan de huida.
Pronto dejó de
tambalearse. Claro que a ello ayudó el segundo golpe con el bate. Ayudó tanto
que le hizo caer cual árbol talado. Debió hacer el mismo ruido, pero el ruido
era algo que no importaba ya mucho.
Seguía consciente. Contraviniendo
toda predicción, seguía consciente. Dos golpes con un bate en la cabeza y
seguía consciente. O su cabeza era más dura de lo que él pensaba o el cabrón
que le atizaba o no era demasiado fuerte. Quizá tenía una oportunidad después
de todo…
El cabrón que le
atizaba... Aún no había visto quién coño era. Los dos golpes le habían venido
desde atrás. Intentó girarse al tiempo que se apartaba tratando de levantarse y
manteniendo el equilibrio a duras penas. Y allí estaba. Era como la
representación antropomorfa de la Muerte. Desde luego había que reconocerle
algo a aquel cabrón, había elegido bien el disfraz. Ataviado completamente de
negro y con una sudadera con capucha en la cabeza. Qué mejor… La capucha
parecía haber engullido a la cabeza. No se distinguía rostro algún allí dentro.
- Buenas noches señor
Stevenson. - Se oyó desde la lejanía de la capucha. - Bienvenido a su Muerte. -
Las palabras sonaban como clavos al introducirse en la madera.
- Maldito hijo de puta. -
Respondió Richard. - Deja el palo y pelea como un hombre.
- Oh… Qué tierno… ¿En
serio cree que tiene alguna oportunidad, Sr. Stevenson?
- Deja ya de llamarme
así, ¡joder! - Aquello habría sonado como un coctel Molotov de miedo,
inconsciencia y pérdida de paciencia contra el muro de un cementerio. – Pelea,
y si eres tan hombre, mátame. Pero, ¡acabemos ya con esto!
- Vamos, Sr. Stevenson,
no sea impaciente. Esta Ud. justo dónde yo quiero. No esperaría morir de un
disparo, ¿verdad? Yo soy un artesano de la Muerte. Soy un orfebre del Dolor. Y
no crea que dandome conversación va a conseguir que el resultado sea distinto.
El final de la frase vino
seguido de un golpe en el vientre con el bate, a modo de punto y seguido.
Richard se dobló por la
mitad con misma facilidad que se quiebra una brizna de paja. Se habría doblado
en una mitad perfecta de no ser porque el artesano aprovechó la inercia para
regalarle una patada que habría sido la envidia en las ligas mayores de
football.
Fue en aquel momento
cuando Richard fue consciente de que la cosa iba en serio. Estaba viviendo los
últimos instantes de su vida, y no había luz al final del túnel. Ni siquiera
había un jodido túnel. La vida no pasaba por delante de sus ojos. Delante de
sus ojos solo estaba aquella sombra encapuchada moliéndole a palos. Eso era
todo.
Se podía decir muchas
cosas del encapuchado, salvo que fuera un mentiroso. Aquella muerte estaba
siendo dolorosa, cruel y lenta. Efectivamente, era un artesano. Cada golpe era
meticuloso, lo suficientemente fuerte como para provocar dolor y daños
irreparables, pero con la delicadeza del niño que quiere que aquel juguete le
dure al menos hasta que acabe el día de Navidad.
Había gritos, había
llantos, había súplicas. Lo que no parecía que hubiera era ni un atisbo de
fatiga en el verdugo. Ni mucho menos de clemencia.
Richard era un hombre
fuerte y parecía encajar bien los golpes. Habría sido un buen sparring para un
peso medio. Pero todo cuerpo tiene un límite y el de Richard llegó a él. Se
podría decir, en líneas generales, que había una buena y una mala noticia.
Aunque en su caso la noticia buena era la misma que la mala: seguía vivo. Para
su desgracia sólo estaba
inconsciente.
Esto hizo que su agresor
se tomara un pequeño descanso. Era como ver a un gato que se ha cansado de
jugar porque el ratón ha dejado de moverse.
El descanso duró poco.
Richard fue despertando. Rezaba para que sólo hubiera sido un mal sueño. Aunque
había ciertas pistas que le llevaban a deducir que no lo era.
La sangre se mezclaba con
el sudor y con las lágrimas. Ya no suplicaba. No tenía resuello suficiente. La
boca se la habían dejado como un solar. Le habrían asegurado la jubilación a su
dentista, de haber vivido lo suficiente. En el ojo derecho sólo notaba
palpitaciones. Era curioso, eso no le tranquilizaba: si notaba las
palpitaciones era porque aún seguía vivo. También notaba como si estuvieran
inflando un globo en él y éste estuviera a punto de estallar.
Era lo único que notaba.
El resto del cuerpo no estaba entumecido. El cuerpo ni recordaba ya la
sensación de entumecimiento. De hecho, era probable que ni la hubiera
experimentado. El resto del cuerpo estaba ya muerto. No podía moverlo. Aunque
Richard no era médico, sospechaba que en algún momento de aquella pesadilla, y
con la maestría totalmente estudiada del Orfebre del Dolor, le había dejado
tetrapléjico.
A duras penas podía ver
la silueta encapuchada, pero tuvo de nuevo la misma sensación que cuando vio el
logo del sobre. El concepto afilado le
recorrió todo el cuerpo. Pronto ese concepto dejo de ser una metáfora para
pasar a ser un sádico juego de cortes milimétricamente ejecutados. No sentía el
dolor, al menos el dolor físico. Lo que sí sentía era como la vida se le iba
navegando en la sangre que abandonaba su cuerpo.
Por fin estuvo tranquilo.
Sabía que era cuestión de segundos y todo aquello habría acabado. Lo último que
escuchó fueron los pasos del cabrón encapuchado dirigiéndose hasta la puerta y
a ésta cerrándose como si de la tapa de su ataúd fuera.
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