Miró el
cuerpo inmóvil de Leon. Tenía que deshacerse de él. En el más amplio sentido de
la expresión. No era nada que no hubiera hecho antes. A fin de cuentas era una
parte de su trabajo. Se dedicaba a solucionar problemas. De cualquier tipo.
Podían ser problemas menores, como encontrar evidencias de alguna infidelidad
conyugal, o cosas más serias como tener que sesgar la vida de una persona y no
dejar ni un átomo del cadáver al que poder examinar. Lo malo era que no tenía
sus herramientas con ella.
—
Lemmy,
¿dónde estarás ahora? —Dijo en voz alta
—
Aquí,
mi ama. —La voz sonó en la penumbra de la habitación, tras ella.
—
Joder,
Lemmy, te tengo dicho que no hagas eso… Un día vamos a tener un disgusto.
—
Lo
siento, ama Less.
—
Está
bien Lemmy, no pasa nada. —Forzó una sonrisa tranquilizadora, como la de una
madre antes de entrar con su hijo al médico.
Lemmy era un
regalo de su padre. Se lo hizo cuando ella cumplió ocho años. Siempre han
estado muy unidos. Él sólo se ha separado de ella en sus ingresos en el
ejército del Senado y en la policía de Técnopolis. El resto del tiempo se
separaba de ella lo justo para no entorpecer las misiones. Era su hombre de
paja. Formaba parte del enrevesado sistema que ella había diseñado para aceptar
las misiones. Por un lado porque no le gustaba que nadie supiera que era mujer.
Eso podía hacerle perder clientes, por arcaico que resultara este cliché. Por
otro porque tampoco quería que supieran quién era la mano ejecutora. En una
profesión como la suya, venía bien una buena dosis de anonimato. Por eso tenía
un hombre de paja, en este caso de arcilla, Lemmy.
Lemmy era un
golem de última generación. Ya no se fabricaban, así que, en su caso, la última
generación había sido, efectivamente, la última. Podría tener un androide,
mucho más modernos y muchos más sofisticados, pero ella le prefiere a él. Por
las vivencias que han compartido. Pero sobre todo porque, a pesar de ser una
criatura creada a partir de un hechizo, una criatura (en teoría) sin alma, a
ella le hacía creer todavía en las personas. Le hacía sentir que, ella, todavía
tenía alma. Que todavía había algo dentro de ella capaz de sentir empatía.
—
Dime,
¿sabes dónde estamos?
—
Sí,
señorita Less. —Permaneció en silencio, a la espera de más preguntas o de
alguna orden.
—
Lemmy,
¿no hemos hablado ya de esto? —Preguntó, con la voz de una madre, o una
maestra, que está enseñando la misma lección por enésima vez.
—
Sí.
—
¿Y
qué has hecho mal?
—
¿No
responder a la pregunta con la localización exacta en la que nos encontramos?
—
Muy
bien. Así pues, ¿dónde estamos?
—
En
Tah Res, un pueblo abandonado, a unos diez kilómetros de Syna. En la comarca de
Cnit, Reino de Senaye.
—
Eso
no está lejos de casa, ¿verdad?
—
No
mucho, no.
La casa a la
que se refería era una de las muchas que tenía. Era propietaria de al menos
tres casas en cada uno de los cuatro planetas del Sistema. Ella siempre
bromeaba: catorce casas y ningún hogar. Aunque en realidad, y era algo que ella
nunca reconocería, en ciertos momentos de soledad, sí le apetecía que hubiera
un hogar al que volver. Con sus mascotas, una pareja, quizá niños, con el
tiempo… Pero no ahora.
—
Muy
bien Lemmy, voy a ir a casa a por mis herramientas. ¿El vehículo está fuera?
—
Sí,
ama Less.
—
Bien.
Mételo a él dentro. Si se despierta haz que duerma de nuevo. No te preocupes
por usar demasiada fuerza con este. Ya no nos sirve. —Dijo, obsequiando al
cuerpo de Leon con una última mirada de desprecio.
—
Así
lo haré, señorita Less.
Era ésta una
advertencia que convenía hacerle a un golem. Ya que ellos disponen de una
fuerza sobrehumana, no siempre bien controlada. Lemmy ya había roto a algún personaje en anteriores
misiones de ella.
Lanzó una
última mirada a Coh, luego otra a Lemmy y suspiró para sus adentros. Tenía que
ser rápida. No es que creyera que Coh fuera a poder con Lemmy, al contrario. En
este caso se preocupaba por el perro de presa más que por el niño.
Cerró los
ojos, puso la mente en blanco y se centró en recordad su casa más cercana. Cuando
vas a tele transportarte es conveniente ser muy preciso, no sirve con pensar,
“quiero ir al Parque Central, o a la playa”, si se es tan poco concreto se
corre el riesgo de aterrizar encima de un señor mayor, o dentro de una deidad.
Se han dado casos. Es por eso que está recomendado por la Agencia Psi Deral de
Salud que sólo se use el tele transporte a zonas bien conocidas, visualizar el
lugar concreto de una habitación, o algún tipo de estancia de la que se tenga
la, casi total, certeza de que está desocupada en ese momento.
El tele
transporte era algo ya genético entre todos los nativos del Sistema. A finales
de la tercera era se decidió, por la resolución 1939-07/20014 de la Junta
Extraordinaria del Senado, que se comenzará a desarrollar un gen que
proporcionara esa habilidad. Poco después se comenzaron a implantar en todos
los seres de las distintas razas inteligentes. Pasados unos cientos de años ya
no hizo falta realizar implante alguno, los recién nacidos lo hacían ya con
dicho gen. El Gen TT.
Less comenzó
a visualizar su casa, más en concreto su habitación de los juguetes. A ella le gustaba llamarla así, era donde, evidentemente,
guardaba todo su arsenal de armas, accesorios, elementos de tortura, mezclas
químicas... Un sinfín de abalorios con los que poder desarrollar su trabajo en
condiciones.
La
habitación era amplia. El mobiliario era escueto, al menos en cuanto a
comodidades. Había sólo un par de sillas donde sentarse. El resto eran
estanterías, mesas y armarios, donde
guardar todos los elementos que pudiera necesitar. Sólo le restaba imaginarse
en ella. Lo hizo. Abrió los ojos ya en su casa. Comenzó la recolecta de enseres
por un par de armas cortas, no pensaba matar al gigantón a tiros, pero nunca se
sabía cómo iban a terciarse los acontecimientos. Cuando acabó de hablar con su
amigo Rómulo, ya sabiendo el encargo que le había hecho, lo primero que pensó
fue en el des atomizador. Era uno de sus juguetes más nuevos, ilegal en los
cuatro planetas, fuera de las fuerzas de orden, lo cual no había sido
impedimento para que ella consiguiera uno. El funcionamiento era sencillo,
apuntabas a tu víctima, disparabas y un rayo de Healeano hacía el resto.
Entendiendo por el resto que no quedara de ti ni un solo átomo. Era indoloro,
no es que eso sirviera de consuelo, a fin de cuentas morir es morir. Tenía, eso
sí, el inconveniente de dejar un rastro electromagnético, detectable hasta
cinco días después de usarlo.
Si bien es
cierto que hay maneras y maneras de
morir. Y ella se lo había pensado mejor. Un bastardo como Coh no merecía una
muerte indolora. Por eso decidió cambiar y llevarse el vaporizador. Desde luego
si querías hacer sufrir a una persona hasta que te suplicara la muerte, el
vaporizador era lo idóneo. Era una mezcla de elementos, sacados tanto de la
ciencia más purista, como de los alquimistas más excéntricos. Y lo mejor era
que la fórmula la había ideado ella. Había aprovechado todos y cada uno de los
viajes por los cuatro planetas, por las distintas culturas, para recopilar
información de todo tipo de plantas, agentes químicos, fármacos y especias. Le
gustaba aprender y experimentar. Esto último no les gustaba tanto a los voluntarios que sufrían sus
experimentaciones. Muchos explotaron por el camino, hasta que dio con la
receta. El funcionamiento era maquiavélico. Era un suero que se le inyectaba
al, le llamaremos, paciente, a falta de una palabra mejor y en pocos segundos
da comienzo el espectáculo. La mezcla de los ingredientes del suero con la
sangre, las enzimas, las proteínas, las células del cuerpo comienzan a
reaccionar. Es una especie de choque, una lucha interna por un lado por
sobrevivir, por otro por destruir. Gana la destrucción, hasta tal punto que el
resultado final es similar al del rayo Heleano, no queda un átomo para contarlo.
Pero el dolor hasta que llega ese momento es de tal escala que hasta los Dioses
serían capaces de bajar para aliviarlo, si tuvieran el valor de enfrentarse a
Less.
Con todo el
instrumental que creyó necesario, volvió a cerrar los ojos. Comenzó el trabajo
de concentración, dejó la mente en blanco. Poco a poco fue dibujando la
estancia donde había sido apaleada por Leon. Iban apareciendo los muebles,
tapados con sus correspondientes sábanas, la lámpara de cristalitos tan
hortera, el presunto mueble bar… Abrió los ojos. Allí estaba de nuevo, con
Lemmy apoyado contra el quicio de la puerta, esperándola.
—
¿Lo
has metido en el coche? —Preguntó ella, sin perder el tiempo con saludos.
—
Sí,
señorita Less.
—
¿Te
ha dado algún problema?
—
No.
—
Bien,
vamos.
Ambos
salieron a la busca del vehículo, un destartalado Gusf Pony, heredado de su
padre y que este había heredado del suyo. Le tenía especial cariño, era uno más
de la familia, por ese motivo no lo jubilaba, a pesar de tener un consumo
desorbitado. El Gusf Pony era un vehículo grande, lo suficiente como para
transportar cómodamente a cuatro pasajeros y disponía de un amplio panel
posterior en el que cabía casi de todo, incluido el cuerpo de Leon Coh. Éste permanecía
todavía inconsciente, esto le alegró, “aún conservo mis facultades”, pensó.
Dejó sus armas y el vaporizador en el asiento del copiloto, Lemmy se sentó
detrás, pendiente de que Coh no se pusiera peleón, si volvía en sí antes de
tiempo. Arrancó el motor, o mejor dicho, trató de arrancarlo. Nunca lo hacía a
la primera, ni a la segunda, la mayoría de las veces tampoco a la tercera. La
cuarta aumentaba sus posibilidades a un cincuenta por cien. La quinta solía ser
la elegida. Esta vez fue la sexta.
—
Debería
llevarlo a que lo arreglaran, señorita Less. —Dijo Lemmy, con voz de haber
repetido esa misma frase varias decenas de veces.
—
Lo
sé, Lemmy.
—
Es
que tiene una luz del motor encendida en el panel.
—
Lo
sé, Lemmy… —Contestó y comenzó a contar hasta diez, tratando de calmarse antes
de la siguiente frase del bueno de Lemmy.
—
Eso
indica que hay algo en el motor que no funciona bien.
—
¡Lo
sé, Lemmy! —No lo consiguió.
—
No
se enfade conmigo, señorita, yo sólo digo que es muy peligroso circular así.
Cortó la
conversación con un acelerón brusco. A Lemmy no le paraba la boca, si le dabas
conversación. Era capaz de entrar en un bucle infinito. Un bucle que siempre
acababa con la paciencia de ella y los llantos del golem.
Tras dos
minutos de tiempo y doscientos kilómetros de distancia, dirección sur, llegaron
al que ella pensó sería el mejor lugar para acabar con su encargo. Era un claro
en un bosque, junto a un lago. Todo muy bucólico, pensó con cierta ironía. Lo
que tenía aquel lugar, y por eso estaba allí, era tranquilidad. No había
ninguna casa o zona habitada en cincuenta kilómetros a la redonda. No quería
compañía, ni curiosos, ni mucho menos agentes del orden por allí. Y dado que
iba a haber gritos, muchos gritos, cuanto más alejados de la civilización
mejor. Además, el lugar era perfecto por otro motivo. Todos los componentes de
su suero eran biodegradables. Y aunque estaba diseñado para no dejar rastro, ni
del sujeto, ni de su arma, siempre era bueno jugar la baza de la naturaleza.
—
Bájalo,
mientras yo voy a por un poco de agua para que espabile.
—
Sí,
ama Less.
Llenó un par
de cuencos y volvió junto al golem y el gigantón. Fueron necesarios los dos
para que éste comenzara a despertar.
—
Hola,
guapetón. —Dijo Less, sin darle importancia a la situación, mientras llenaba
una pistola adaptada para inyectar el suero.
—
¿Dónde
estamos?
—
¿Importa
eso?
—
¿Qué
vas a hacer?
—
¿Ves?
Esa pregunta es más adecuada. —Sonrió— Te voy a matar, no sin antes hacer que
me supliques.
—
No
pienso suplicar por mi vida.
—
¡Oh!
no, cielo, siento la confusión. Me suplicarás para que acelere tu muerte.
Coh la
observó. No había un átomo de compasión en el rostro de ella. Su mirada, cuando
la cruzaba con la de él, era gélida como el aliento de la muerte. Y casi tan
amable. Comenzó a comprender su situación. Estaba claro que aquella mujer, de
poco más de cincuenta kilos, sabía lo que hacía, y lo hacía muy bien. No era
fácil tumbarle a él, y menos aún dejarlo inconsciente. Ella lo había
conseguido, con muy buena nota. Era una profesional, era obvio, lo que no era
tan obvio, y sí más preocupante, era el hecho de que era una profesional de la
peor de las clases. No tenía empatía. Incluso él, con todas las muertes y
torturas que llevaba en sus espaldas, tenía un mínimo de empatía, de
conciencia. Ella no. Lo podía decir bien, se había topado con un par de
personas así antes. Todas tenían esa mirada. Empezó a tener miedo.
—
Escucha,
guapa, esto no tiene por qué ir más allá. —Dijo Coh, con todas las esperanzas
que fue capaz de reunir.
—
Me
temo que ahora es demasiado tarde, princesa. — Contestó Less, esbozando una
sonrisa y sin dignarse a mirarle.
—
Vamos,
¿podemos llegar a un acuerdo? ¿Es cuestión de dinero? Si es por eso, sólo
tienes que pedirlo, la cantidad que quieras, y nos olvidamos del asunto.
—
¿En
serio? ¿Olvidarías que me conoces? ¿Olvidarías que te noqueé? ¿Qué te maniaté y
estuve a punto de matarte? ¿Lo harías y además me pagarías?
—
Sí,
te doy mi palabra. —Su voz sonaba suave y temblorosa, como la de un niño
tratando de evitar un castigo.
—
Es
una pena. No va a ser posible. He dado mi palabra. Eso vale más que todos los
Derales que me puedas ofrecer. Es lo malo de tener principios.
—
¡Zorra!
¿Sabes qué puedes hacer con tus principios?
—
Me
puedo hacer una idea… Oh… Vamos… ¿estas llorando, princesa? Vamos a darnos
prisa, no sea cosa que me ablandes el corazón y te perdone.
Volvió a
sonreír. Era una sonrisa que nadie, en su sano juicio, querría presenciar. Era
una sonrisa capaz de hacer que los diablos huyeran a esconderse y cerraran las
puertas del infierno con siete llaves. Era una sonrisa capaz de hacer que los
cancerberos se mearan encima y aullaran desconsolados. Era la típica sonrisa
que si la ves será, prácticamente, lo último que veas.
Sin más
dilación le inyectó el suero. Al principio Leon se intentó resistir. Con una
mirada de ella, Lemmy lo sujetó. No le hizo falta aplicar toda la fuerza, de
haberlo hecho le habría partido varios huesos, y eso no le habría gustado a su
ama. Escasos segundos después de que la última gota hubiera penetrado en el
organismo, comenzaron los gritos. Eran gritos que están experimentando el dolor
más grande jamás sufrido por persona alguna. Eran gritos que suplicaban porque
aquello fuera lo más rápido posible. Leon suplicaba lo mismo. Ella se limitaba
recoger todos sus cachivaches, sin prestar atención. Era como si no oyera los
alaridos, como si no fueran con ella. En su gestualidad no se apreciaba ni el
más mínimo signo de compasión. El llanto comenzó a equipararse en intensidad a
los gritos. El cuerpo comenzaba a hincharse. Las venas parecían compuertas de
una presa a punto de estallar. Los ojos fueron los primeros en ceder a la
presión. Tras ellos, aunque no era apreciable desde fuera, siguieron los
intestinos, el hígado, los riñones, todos y cada uno de los órganos internos
comenzaron a colapsar, para acto seguido estallar y poco después vaporizarse.
En cuestión de minutos el llanto y los gritos cesaron. Donde había estado el
cuerpo del gigantón sólo quedaban los grilletes de manos y pies con los que
ella le había atado. Y un olor amargo, que se iba desvaneciendo al compás del
ligero viento que había decidido unirse al espectáculo.
Con todos
los bártulos ya en el coche, le hizo un leve gesto con la cabeza a Lemmy, y
ambos se introdujeron en el coche. Sin molestarse en dar una última mirada a su
obra, arrancó, esta vez a la segunda, y puso rumbo a su casa en Clymont, en el
planeta Cy Phoes.
Tío, retiro lo dicho. Mejor que Less esté fuera de mi vida... Jajajaja. Me hubiera gustado saber como continuaba esta historia. Un abrazo Crack.
ResponderEliminarBueno, yo creo que tenerla como amiga es una buena idea, jejeje. Como enemiga no, eso es evidente.
EliminarSaludos fenomeno!
Asombroso. Me ha gustado de principio a fin. Menuda imaginación tienes! La descripción de lugares, personajes y la acción muy buena!
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