Hacía más de diez años que se dedicaba a explorar mares y
océanos. Había ido en busca de todo tipo de mitos y leyendas. De bestias
imposibles. De buques naufragados. De tesoros perdidos. Diez años... Se le
acumulaban tantos recuerdos, tantas anécdotas… Parecía que todos querían unirse
a alguna especie de fiesta, de conmemoración. Diez años... Había participado en
muchas expediciones en ese tiempo, la mayor parte de ellas con el mismo equipo:
su equipo.
Más que un grupo de investigación eran ya amigos y, en
algunos casos, familia. Rafael, uno de sus mejores buzos, se había casado
recientemente con Sabrina, la encargada de las comunicaciones. Llevaban tiempo
como pareja, incluso habían sido padres un par de años atrás, pero no se habían
casado hasta ahora. Habían esperado hasta cumplir su misión vigésimo quinta
juntos. Él mismo los había casado, como capitán del barco podía hacerlo en alta
mar.
Diez años, más de cuarenta aventuras y ningún incidente,
hasta ahora…
Habían emprendido una búsqueda que a todos les hacía
particular ilusión. Parecía mentira que, después de todo ese tiempo, nunca
hubieran tratado de emprender esa aventura. Y lo era más ya que todos tenían
especial interés. Las sirenas habían sido siempre ese mito, El Mito, del que todos hablaban. Todos
habían soñado con él desde que comenzaron a interesarse en el mar y sus
habitantes. Sin embargo, siempre surgía algo. Les contrataban para buscar algún
navío español, hundido en las costas de cualquier país americano. O les
encargaban algún documental sobre el Kraken, o alguna otra bestia marina.
Siempre había algo que retrasaba aquella aventura.
Tras la última búsqueda infructuosa del típico tesoro
perdido, de algún pirata de dudosa existencia (no se quejaban, les pagaban por
cosas así, y muy bien), decidieron que la siguiente iba a ser la suya. No
atenderían ningún encargo hasta que no se hubieran dado ellos el gusto. Hasta
que no hubieran cumplido su sueño.
Así pues, se embarcaron rumbo al océano Índico. Tenían noticias
de varios avistamientos en aquella zona. Incluso habían oído historias de
lugareños cuando habían estado por allí, en encargos anteriores. Era el lugar
idóneo, todos estaban de acuerdo en ello. La travesía había sido bastante
placentera. Salieron del puerto de Alicante, cruzaron todo el Mediterráneo,
haciendo varias escalas técnicas y de avituallamiento. Pasaron por el canal de
Suez y bajaron por el Golfo Pérsico hasta la última escala, en Madagascar,
antes de comenzar la búsqueda.
Madagascar… Qué lejos quedaba ahora, en el tiempo y en el
espacio. Sólo había pasado unos días desde que partieron de allí, pero bien
podría haber sido un año. O diez. Diez años... Diez años sin incidencias, hasta
aquella expedición. Aquella maldita expedición.
Cuando llegaron al lugar donde iban a comenzar a investigar
todo era felicidad y entusiasmo. Parecían niños a punto de abrir sus regalos de
Navidad. El clima les había acompañado durante todo el trayecto, desde su
salida de Alicante, hasta su llegada a Madagascar. Todo iba según lo previsto.
Anclaron el barco en las coordenadas, aproximadas, donde los lugareños habían
hablado de sus avistamientos. Conectaron todos los radares, los sonar, y demás
aparatos de visión, tanto de superficie como bajo ella.
Sólo hizo falta un día para que comenzaran a oír los cantos.
No podían creerlo, ¡existían! Los cantos así parecían atestiguarlo. Eran mucho
más hermosos de lo que ninguno de ellos había imaginado jamás. Y habían
imaginado mucho, durante mucho tiempo. No las habían podido ver, los aparatos
no las detectaban, eran tan esquivas como su fama auguraba. Pero las
escuchaban. Lo siguiente era bajar. Y así lo hicieron.
A la mañana siguiente, Rafael, Roberto y Jaime se metieron
en el pequeño submarino que tenían y bajaron. En el barco se quedaron Sabrina,
Juan, Alberto y él. Las esperanzas permanecían intactas. Los cantos seguían
sonando como música celestial. Eran envolventes, era cierto que podías dejarte
llevar por ellos, que te podían hacer olvidar todo y a todos. Si la música era
tan bella, sus autoras debían serlo todavía más.
No habían pasado ni veinte minutos cuando las imágenes que
emitía el submarino comenzaron a fascinarles. Sólo eran sombras, siluetas que
pasaban a toda velocidad, pero algo les decía que eran ellas. ¿Qué podía ser si
no? Evidentemente podían ser varias criaturas, quizá alguna clase de tiburón,
pero ellos preferían ser optimistas. Tenían
que ser ellas. La emoción iba aumentando. La adrenalina les rebosaba. Todo
eran gritos y abrazos, tanto en el submarino como en el barco.
De repente los gritos del submarino cambiaron de tono. Ya no
eran gritos de entusiasmo. Algo pasaba, había algo allí abajo que los había
aterrorizado en un abrir y cerrar de ojos.
—
¿Qué pasa? ¿Roberto, Jaime? —Era la voz
preocupada de Sabrina.
No había respuesta alguna, sólo gritos. No era unos gritos
de miedo o de pánico. Eran unos gritos que habían dejado atrás al miedo y al
pánico. Eran unos gritos que pedían que aquello no fuera real. Unos gritos que
pedían a gritos que les sacaran de allí, cuanto antes.
—
¡Por Dios, contestad! ¿Qué está ocurriendo?
—Ahora era él, Diego, el capitán del barco, quién había tomado la palabra.
La preocupación iba en aumento. Y él tenía una sensación de
remordimiento. No en vano, él los había llevado hasta allí, por mucho que fuera
la ilusión de todo el grupo. De repente cesaron los gritos y lo que llegó fue
peor. Llegó el silencio. Ni siquiera había sonido de estática en la radio. No.
Era silencio extremo. Un silencio capaz de hacer retumbar el vacío del espacio
exterior. La cámara siguió emitiendo unos instantes. Sólo captaba imágenes del
exterior, del fondo marino. Y las sombras seguían pasando frente a ella. Ahora
parecía que lo hicieran danzando, como burlándose, pavoneándose delante de la
cámara. Como sabedoras de que había espectadores al otro lado.
Pudieron hacer subir el submarino, a duras penas, con el control
remoto que tenían a bordo. El espectáculo que hallaron fue desolador,
aterrador. Los rostros de sus tres amigos, de sus tres compañeros, estaban
desencajados por el terror. Los ojos parecían haber estallado para después
haber salido de sus cuencas. Los oídos sangraban, aún lo hacían, aunque ellos
ya no tenían pulso. Aunque sólo habían sido unos minutos, daba la sensación de
que a ellos, a los tres, les habían parecido eternos. Habían perdido algunas
uñas, como si hubieran intentado salir por la fuerza, como si hubieran
preferido huir a una muerte en el océano antes que seguir con aquello.
Tardaron unas horas en comenzar a sobreponerse. Sabrina no
paraba de temblar y de llorar. Había perdido más, si cabe, que ninguno. Había
perdido al amor de su vida, y a dos de sus mejores amigos. Diego, Juan y
Alberto decidieron repasar las imágenes, por si había algo que les dijera qué
había ocurrido. Pasaron las siguientes cuatro horas viendo esos pocos minutos
de grabación. No llegaban a ninguna conclusión. Sólo esas sombras, esas
siluetas, escurridizas, desafiantes y, para sus compañeros, tan aterradoras
como para llevarles hasta la muerte.
Las siguientes horas fueron tranquilas. Al menos en lo que
respecta a cualquier sonido, no había cantos de sirena. Sólo el ruido del
oleaje chocando contra el barco. No sabían que hacer. Si volver cuanto antes a
tierra, regresar a su casa y dar descanso a sus amigos, o por el contrario
tratar de averiguar qué o quién era el causante de aquello. Al final decidieron
esperar a la mañana siguiente para moverse. Una espesa bruma les había rodeado,
y aunque con los modernos sistemas de navegación habrían podido llegar a
cualquier puerto cercano, pensaron que lo mejor era pasar la noche allí y
decidir por la mañana.
Cada uno se fue a su camarote, menos Sabrina, ella no podía
separase de Rafael, su amado. Ya no lloraba, pero permanecía abrazada a él, sin
ninguna intención de soltarlo.
No habían pasado más de dos horas cuando volvieron los
cantos. Esta vez eran distintos, eran más fuertes, no parecían tan apacibles,
al contrario, eran como cánticos de guerra. Algo muy primitivo. Diego trató de
salir de su camarote para ver qué pasaba. No pudo siquiera levantarse de su
camastro. Por mucha fuerza que hiciera no podía mover un solo músculo de su
cuerpo. Ni siquiera podía gritar. Las peores sensaciones, los peores temores,
se agolpaban en su mente. Las primeras lágrimas comenzaron a brotar de sus
ojos, salían como tratando de pedir ayuda. Una ayuda que no parecía que fuera a
llegar.
Entonces comenzó lo peor. Comenzó a oír los gritos de sus
compañeros. Eran los mismos gritos que unas horas antes había escuchado de las
voces de sus difuntos amigos. Trataba de gritar él también, para calmarles,
para decirles que él iría a su rescate. Pero no podía. No entendía el porqué,
pero no podía. Seguía inmóvil. Seguía llorando. Notaba las lágrimas cual
cascadas por sus mejillas. De repente los gritos cesaron. Pero no llegó el
silencio. Esta vez no. Esta vez seguían los cánticos. Y junto a ellos golpes. Golpes
sordos. No sabía si eran sus compañeros tratando de pelear, o si por el
contrario eran ellos los que los estaban recibiendo.
Tras los golpes comenzó a notar presencias. Era imposible,
había cerrado el camarote por dentro, siempre lo hacía. Sin embargo notaba
sombras, siluetas fugaces, contoneándose frente a él. Y una sensación de
opresión. Si la sensación de inmovilidad le parecía mala, aquello fue peor.
Notaba como si las paredes se fueran estrechando, cual máquina trituradora de
coches en un desguace. No podía respirar. No podía gritar. Sólo lloraba y, ahora, le daba la impresión de que también
sangraba. Sus lágrimas parecían teñirse de rojo. ¿O eran las paredes las que se
teñían? ¿Las que exudaban sangre?
Ya no sabía lo que era real o lo que era fruto de su
imaginación. Del miedo. Lo único que sabía era que quería que aquello terminara
cuanto antes. No parecía que fuera a ser así. Los golpes eran más continuos,
cual tambores de guerra, y junto con los cánticos formaban una especie de
réquiem. Un réquiem dedicado, ya sin ninguna duda a él. A ellos.
Por fin pudo gritar: ¡acabad cuanto antes, criaturas
malignas!, dijo sin saber a qué se enfrentaba. Su grito trajo consecuencias
inmediatas. Los golpes y los cánticos cesaron. Pero sólo lo hicieron para dar
paso a los aullidos, unos alaridos guturales como nunca había escuchado antes,
y como nunca escuchó después. No supo de dónde le vino, sólo lo notó. Al
principio fue sólo como un leve roce, una especie de rasguño en un brazo, como
cuando rozas el tallo de una rosa sin querer. Con el paso de los segundos el
dolor comenzó a hacerse presente, más agudo a cada segundo, más insoportable a
cada minuto. Volvía a no poder gritar. Tampoco sabía si quería, en vista de las
consecuencias.
El dolor acabó por entumecerle los pocos músculos que no lo
estaban ya. La vista se le nublaba. El oído se iba apagando. Los sonidos
parecían cada vez más lejanos. Aunque algo le decía que las criaturas, sirenas
o no, que les habían atacado seguían allí. Las
sentía. Parecía que quisieran asegurase de no dejar testigo alguno. Y todo
indicaba que lo habían conseguido. La vista pasó del nublado al fundido a
negro. Los sonidos dejaron paso a un pitido, un zumbido, infinito, pero
confortable. El entumecimiento cedió su lugar al frío. Y él se limitó a decir,
para sus adentros: gracias. Un gracias
sincero, que sonaba a lo que era, una despedida. Un punto y final a su
historia, a sus aventuras. A diez años sin un solo incidente.
Ainsss me encantó...
ResponderEliminarMuchas gracias compi!
Eliminar¡Pobrecitos! Ya suponía que bien no iba a acabar, pero pensar que agrdece la calma de la muerte... Un triste relato, pero muy bueno :)
ResponderEliminarEs cierto que no pintaba nada bien para ellos, jeje.
EliminarSupongo que el dolor (en todos los sentidos) que habían pasado era tal, que la calma de la muerte podía llegar a ser bienvenida.
Gracias, Gema, por tus palabras y por la visita!
Yo es que ME HE MUERTO TAMBIÉN! Bufffff... Qué angustia! Bueno, creo que tengo que felicitarte, porque me has hecho sentir miedo, pavor, terror y, bueno no me he muerto de verdad, pero eso debe ser que está muy bien escrito, no?
ResponderEliminarPorfi, el próximo, un poquito más feliz, optimista, fantástico o erótico,... Jajajajaja
Como siempre, gracias por compartir tus textos.
En primer lugar, me alegra que no te hayas muerto :)
EliminarEn segundo, me encanta hacer sentir cosas a los que me leen, jeje
El próximo... nunca se sabe, de todo tiene que haber! jeje
Gracias a ti por leerlos y comentar, Mary!
Es verdad, Ramón, has logrado transmitir esa angustia. Sin duda, para estos pobres, después de ese sufrimiento, el mejor remedio era la parca. Creo que es una idea muy buena la de este relato, el conocidísimo mito de las sirenas, pero tú has sido muy inteligente, amigo mío, en ningún momento afirmas que las criaturas lo sean, todo se basa en la suposición, y esto puede traer cola (y nunca mejor dicho) ya que aquí hay pescado para una nueva incursión, para llegar a comprobar si de verdad eran las míticas criaturas o no. Aquí sigue habiendo tema, amigo, esto queda abierto. A lo mejor eran extraterrestres acuáticos ¿…..? Cualquiera lo sabe, así que hay que crear una nueva expedición al Índico. Un abrazo.
ResponderEliminarLa verdad es que no se me había ocurrido lo de hacer una segunda expedición. Tampoco sé si habrá muchos voluntarios para ir, jajaja
EliminarPero no lo descarto. Nunca hay que descartar ideas! :)
Me encanta saber que os ha hecho sentir cosas, esas mismas cosas las sentía yo cuando lo escribía (incluso cuando lo he releído hoy)
Un abrazo y gracias como siempre, por la visita y tus palabras.