viernes, 21 de marzo de 2014

Expedición En El Índico



Hacía más de diez años que se dedicaba a explorar mares y océanos. Había ido en busca de todo tipo de mitos y leyendas. De bestias imposibles. De buques naufragados. De tesoros perdidos. Diez años... Se le acumulaban tantos recuerdos, tantas anécdotas… Parecía que todos querían unirse a alguna especie de fiesta, de conmemoración. Diez años... Había participado en muchas expediciones en ese tiempo, la mayor parte de ellas con el mismo equipo: su equipo.

Más que un grupo de investigación eran ya amigos y, en algunos casos, familia. Rafael, uno de sus mejores buzos, se había casado recientemente con Sabrina, la encargada de las comunicaciones. Llevaban tiempo como pareja, incluso habían sido padres un par de años atrás, pero no se habían casado hasta ahora. Habían esperado hasta cumplir su misión vigésimo quinta juntos. Él mismo los había casado, como capitán del barco podía hacerlo en alta mar.

Diez años, más de cuarenta aventuras y ningún incidente, hasta ahora…

Habían emprendido una búsqueda que a todos les hacía particular ilusión. Parecía mentira que, después de todo ese tiempo, nunca hubieran tratado de emprender esa aventura. Y lo era más ya que todos tenían especial interés. Las sirenas habían sido siempre ese mito, El Mito, del que todos hablaban. Todos habían soñado con él desde que comenzaron a interesarse en el mar y sus habitantes. Sin embargo, siempre surgía algo. Les contrataban para buscar algún navío español, hundido en las costas de cualquier país americano. O les encargaban algún documental sobre el Kraken, o alguna otra bestia marina. Siempre había algo que retrasaba aquella aventura.

Tras la última búsqueda infructuosa del típico tesoro perdido, de algún pirata de dudosa existencia (no se quejaban, les pagaban por cosas así, y muy bien), decidieron que la siguiente iba a ser la suya. No atenderían ningún encargo hasta que no se hubieran dado ellos el gusto. Hasta que no hubieran cumplido su sueño.

Así pues, se embarcaron rumbo al océano Índico. Tenían noticias de varios avistamientos en aquella zona. Incluso habían oído historias de lugareños cuando habían estado por allí, en encargos anteriores. Era el lugar idóneo, todos estaban de acuerdo en ello. La travesía había sido bastante placentera. Salieron del puerto de Alicante, cruzaron todo el Mediterráneo, haciendo varias escalas técnicas y de avituallamiento. Pasaron por el canal de Suez y bajaron por el Golfo Pérsico hasta la última escala, en Madagascar, antes de comenzar la búsqueda.

Madagascar… Qué lejos quedaba ahora, en el tiempo y en el espacio. Sólo había pasado unos días desde que partieron de allí, pero bien podría haber sido un año. O diez. Diez años... Diez años sin incidencias, hasta aquella expedición. Aquella maldita expedición.

Cuando llegaron al lugar donde iban a comenzar a investigar todo era felicidad y entusiasmo. Parecían niños a punto de abrir sus regalos de Navidad. El clima les había acompañado durante todo el trayecto, desde su salida de Alicante, hasta su llegada a Madagascar. Todo iba según lo previsto. Anclaron el barco en las coordenadas, aproximadas, donde los lugareños habían hablado de sus avistamientos. Conectaron todos los radares, los sonar, y demás aparatos de visión, tanto de superficie como bajo ella.

Sólo hizo falta un día para que comenzaran a oír los cantos. No podían creerlo, ¡existían! Los cantos así parecían atestiguarlo. Eran mucho más hermosos de lo que ninguno de ellos había imaginado jamás. Y habían imaginado mucho, durante mucho tiempo. No las habían podido ver, los aparatos no las detectaban, eran tan esquivas como su fama auguraba. Pero las escuchaban. Lo siguiente era bajar. Y así lo hicieron.

A la mañana siguiente, Rafael, Roberto y Jaime se metieron en el pequeño submarino que tenían y bajaron. En el barco se quedaron Sabrina, Juan, Alberto y él. Las esperanzas permanecían intactas. Los cantos seguían sonando como música celestial. Eran envolventes, era cierto que podías dejarte llevar por ellos, que te podían hacer olvidar todo y a todos. Si la música era tan bella, sus autoras debían serlo todavía más.

No habían pasado ni veinte minutos cuando las imágenes que emitía el submarino comenzaron a fascinarles. Sólo eran sombras, siluetas que pasaban a toda velocidad, pero algo les decía que eran ellas. ¿Qué podía ser si no? Evidentemente podían ser varias criaturas, quizá alguna clase de tiburón, pero ellos preferían ser optimistas. Tenían que ser ellas. La emoción iba aumentando. La adrenalina les rebosaba. Todo eran gritos y abrazos, tanto en el submarino como en el barco.

De repente los gritos del submarino cambiaron de tono. Ya no eran gritos de entusiasmo. Algo pasaba, había algo allí abajo que los había aterrorizado en un abrir y cerrar de ojos.

     ¿Qué pasa? ¿Roberto, Jaime? —Era la voz preocupada de Sabrina.

No había respuesta alguna, sólo gritos. No era unos gritos de miedo o de pánico. Eran unos gritos que habían dejado atrás al miedo y al pánico. Eran unos gritos que pedían que aquello no fuera real. Unos gritos que pedían a gritos que les sacaran de allí, cuanto antes.

     ¡Por Dios, contestad! ¿Qué está ocurriendo? —Ahora era él, Diego, el capitán del barco, quién había tomado la palabra.

La preocupación iba en aumento. Y él tenía una sensación de remordimiento. No en vano, él los había llevado hasta allí, por mucho que fuera la ilusión de todo el grupo. De repente cesaron los gritos y lo que llegó fue peor. Llegó el silencio. Ni siquiera había sonido de estática en la radio. No. Era silencio extremo. Un silencio capaz de hacer retumbar el vacío del espacio exterior. La cámara siguió emitiendo unos instantes. Sólo captaba imágenes del exterior, del fondo marino. Y las sombras seguían pasando frente a ella. Ahora parecía que lo hicieran danzando, como burlándose, pavoneándose delante de la cámara. Como sabedoras de que había espectadores al otro lado.

Pudieron hacer subir el submarino, a duras penas, con el control remoto que tenían a bordo. El espectáculo que hallaron fue desolador, aterrador. Los rostros de sus tres amigos, de sus tres compañeros, estaban desencajados por el terror. Los ojos parecían haber estallado para después haber salido de sus cuencas. Los oídos sangraban, aún lo hacían, aunque ellos ya no tenían pulso. Aunque sólo habían sido unos minutos, daba la sensación de que a ellos, a los tres, les habían parecido eternos. Habían perdido algunas uñas, como si hubieran intentado salir por la fuerza, como si hubieran preferido huir a una muerte en el océano antes que seguir con aquello.

Tardaron unas horas en comenzar a sobreponerse. Sabrina no paraba de temblar y de llorar. Había perdido más, si cabe, que ninguno. Había perdido al amor de su vida, y a dos de sus mejores amigos. Diego, Juan y Alberto decidieron repasar las imágenes, por si había algo que les dijera qué había ocurrido. Pasaron las siguientes cuatro horas viendo esos pocos minutos de grabación. No llegaban a ninguna conclusión. Sólo esas sombras, esas siluetas, escurridizas, desafiantes y, para sus compañeros, tan aterradoras como para llevarles hasta la muerte.

Las siguientes horas fueron tranquilas. Al menos en lo que respecta a cualquier sonido, no había cantos de sirena. Sólo el ruido del oleaje chocando contra el barco. No sabían que hacer. Si volver cuanto antes a tierra, regresar a su casa y dar descanso a sus amigos, o por el contrario tratar de averiguar qué o quién era el causante de aquello. Al final decidieron esperar a la mañana siguiente para moverse. Una espesa bruma les había rodeado, y aunque con los modernos sistemas de navegación habrían podido llegar a cualquier puerto cercano, pensaron que lo mejor era pasar la noche allí y decidir por la mañana.

Cada uno se fue a su camarote, menos Sabrina, ella no podía separase de Rafael, su amado. Ya no lloraba, pero permanecía abrazada a él, sin ninguna intención de soltarlo.

No habían pasado más de dos horas cuando volvieron los cantos. Esta vez eran distintos, eran más fuertes, no parecían tan apacibles, al contrario, eran como cánticos de guerra. Algo muy primitivo. Diego trató de salir de su camarote para ver qué pasaba. No pudo siquiera levantarse de su camastro. Por mucha fuerza que hiciera no podía mover un solo músculo de su cuerpo. Ni siquiera podía gritar. Las peores sensaciones, los peores temores, se agolpaban en su mente. Las primeras lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, salían como tratando de pedir ayuda. Una ayuda que no parecía que fuera a llegar.

Entonces comenzó lo peor. Comenzó a oír los gritos de sus compañeros. Eran los mismos gritos que unas horas antes había escuchado de las voces de sus difuntos amigos. Trataba de gritar él también, para calmarles, para decirles que él iría a su rescate. Pero no podía. No entendía el porqué, pero no podía. Seguía inmóvil. Seguía llorando. Notaba las lágrimas cual cascadas por sus mejillas. De repente los gritos cesaron. Pero no llegó el silencio. Esta vez no. Esta vez seguían los cánticos. Y junto a ellos golpes. Golpes sordos. No sabía si eran sus compañeros tratando de pelear, o si por el contrario eran ellos los que los estaban recibiendo.

Tras los golpes comenzó a notar presencias. Era imposible, había cerrado el camarote por dentro, siempre lo hacía. Sin embargo notaba sombras, siluetas fugaces, contoneándose frente a él. Y una sensación de opresión. Si la sensación de inmovilidad le parecía mala, aquello fue peor. Notaba como si las paredes se fueran estrechando, cual máquina trituradora de coches en un desguace. No podía respirar. No podía gritar. Sólo lloraba  y, ahora, le daba la impresión de que también sangraba. Sus lágrimas parecían teñirse de rojo. ¿O eran las paredes las que se teñían? ¿Las que exudaban sangre?

Ya no sabía lo que era real o lo que era fruto de su imaginación. Del miedo. Lo único que sabía era que quería que aquello terminara cuanto antes. No parecía que fuera a ser así. Los golpes eran más continuos, cual tambores de guerra, y junto con los cánticos formaban una especie de réquiem. Un réquiem dedicado, ya sin ninguna duda a él. A ellos.

Por fin pudo gritar: ¡acabad cuanto antes, criaturas malignas!, dijo sin saber a qué se enfrentaba. Su grito trajo consecuencias inmediatas. Los golpes y los cánticos cesaron. Pero sólo lo hicieron para dar paso a los aullidos, unos alaridos guturales como nunca había escuchado antes, y como nunca escuchó después. No supo de dónde le vino, sólo lo notó. Al principio fue sólo como un leve roce, una especie de rasguño en un brazo, como cuando rozas el tallo de una rosa sin querer. Con el paso de los segundos el dolor comenzó a hacerse presente, más agudo a cada segundo, más insoportable a cada minuto. Volvía a no poder gritar. Tampoco sabía si quería, en vista de las consecuencias.

El dolor acabó por entumecerle los pocos músculos que no lo estaban ya. La vista se le nublaba. El oído se iba apagando. Los sonidos parecían cada vez más lejanos. Aunque algo le decía que las criaturas, sirenas o no, que les habían atacado seguían allí. Las sentía. Parecía que quisieran asegurase de no dejar testigo alguno. Y todo indicaba que lo habían conseguido. La vista pasó del nublado al fundido a negro. Los sonidos dejaron paso a un pitido, un zumbido, infinito, pero confortable. El entumecimiento cedió su lugar al frío. Y él se limitó a decir, para sus adentros: gracias. Un gracias sincero, que sonaba a lo que era, una despedida. Un punto y final a su historia, a sus aventuras. A diez años sin un solo incidente.



8 comentarios:

  1. Ainsss me encantó...

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  2. ¡Pobrecitos! Ya suponía que bien no iba a acabar, pero pensar que agrdece la calma de la muerte... Un triste relato, pero muy bueno :)

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    1. Es cierto que no pintaba nada bien para ellos, jeje.
      Supongo que el dolor (en todos los sentidos) que habían pasado era tal, que la calma de la muerte podía llegar a ser bienvenida.
      Gracias, Gema, por tus palabras y por la visita!

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  3. Yo es que ME HE MUERTO TAMBIÉN! Bufffff... Qué angustia! Bueno, creo que tengo que felicitarte, porque me has hecho sentir miedo, pavor, terror y, bueno no me he muerto de verdad, pero eso debe ser que está muy bien escrito, no?
    Porfi, el próximo, un poquito más feliz, optimista, fantástico o erótico,... Jajajajaja
    Como siempre, gracias por compartir tus textos.

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    1. En primer lugar, me alegra que no te hayas muerto :)
      En segundo, me encanta hacer sentir cosas a los que me leen, jeje
      El próximo... nunca se sabe, de todo tiene que haber! jeje
      Gracias a ti por leerlos y comentar, Mary!

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  4. Es verdad, Ramón, has logrado transmitir esa angustia. Sin duda, para estos pobres, después de ese sufrimiento, el mejor remedio era la parca. Creo que es una idea muy buena la de este relato, el conocidísimo mito de las sirenas, pero tú has sido muy inteligente, amigo mío, en ningún momento afirmas que las criaturas lo sean, todo se basa en la suposición, y esto puede traer cola (y nunca mejor dicho) ya que aquí hay pescado para una nueva incursión, para llegar a comprobar si de verdad eran las míticas criaturas o no. Aquí sigue habiendo tema, amigo, esto queda abierto. A lo mejor eran extraterrestres acuáticos ¿…..? Cualquiera lo sabe, así que hay que crear una nueva expedición al Índico. Un abrazo.

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    1. La verdad es que no se me había ocurrido lo de hacer una segunda expedición. Tampoco sé si habrá muchos voluntarios para ir, jajaja
      Pero no lo descarto. Nunca hay que descartar ideas! :)
      Me encanta saber que os ha hecho sentir cosas, esas mismas cosas las sentía yo cuando lo escribía (incluso cuando lo he releído hoy)
      Un abrazo y gracias como siempre, por la visita y tus palabras.

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