—
Sorpresa… —Dije con una mezcla entre desgana y
desprecio, al tiempo que la silueta de mujer cerraba la puerta tras ella.
Efectivamente, su primer gesto fue de sorpresa. Y así quiso
atestiguarlo.
—
¿Quién… quién es usted? ¿Cómo ha entrado aquí? ¿Qué
quiere de mí? —Su voz sonaba casi convincente.
—
¿En serio quieres que te conteste a esas
preguntas? —Esbocé una leve sonrisa en mi boca.
—
Sí… sin duda… Voy a llamar a la policía… —Hizo
el ademán de acercarse al teléfono.
—
Me gustaría ver como lo haces…
—
Pues no me quite ojo y lo verá… —Descolgó el
aparato, sin demasiada urgencia.
—
Eso sí que tendría gracia… papá…
Para un observador ajeno la cara de mi contertulia no habría
variado, pero yo sí pude ver esa mirada, una mirada que llevaba grabada a
sangre en mi memoria.
—
¿Perdón? A lo mejor no se ha dado cuenta de que
soy una mujer. —Espetó, mientras trataba de recomponerse.
—
¿Ya no tienes interés en llamar a la policía?
Dudó unos segundos, aunque fue más por hacer teatro que otra
cosa. Se sentó sobre la cama en silencio. Ambos permanecimos así unos
instantes.
—
Tenía entendido que su padre había fallecido…
—Fue ella… él, el que tuvo que romper el silencio.
—
¿Muerto? ¿En serio quieres seguir jugando a
esto? ¿De verdad crees que me puedes engañar con las operaciones? ¿Qué puedo
haber olvidado esa mirada tuya?
—
¿Es eso
lo que me ha delatado? ¿Mi mirada? —Preguntó, aceptando mi premisa.
—
No, en realidad lo hiciste cuando robaste Las
Hilanderas. Aunque el director de la Galería sí que piensa que estás muerto. La
segunda pista fue el nombre que diste para la lista de invitados. Pensaba que
no serías tan tonto, sabiendo que yo trabajo en esta ciudad, como para seguir
usando esos alias. Mezclando nombres musicales con apellidos pictóricos.
Barbara Ann Gogh… La verdad es que en un principio me hizo gracia. ¿Querías que
te pillara? ¿O querías insultar mi inteligencia?
—
Ninguna de las dos. No creía que fueras a estar
involucrado.
—
Bueno… Ha sido la única vez que ser hijo tuyo me
ha servido de algo. —Traté de imprimir todo el asco que pude en esa frase.
—
Te di una educación, en una de las mejores
universidades del país, para que pudieras tener un trabajo digno. —El trató de
imprimir indignación, pero no lo logró.
—
¿Un trabajo digno? Tú lo que querías era un cómplice.
—
Vivirías mejor de lo que lo haces ahora. Siendo
un detective de tres al cuarto. Conmigo vivirías lleno de lujos. Y haciendo lo
que más te gusta, pintar.
—
¿Contigo? ¿En serio crees que iría contigo a un
lugar que no fuera la puerta de la cárcel? Y si soy un detective privado
también te lo debo a ti.
—
¿Me vas a culpar a mí de que te tiraran de tus
dos trabajos anteriores?
—
Sí. Si sabes tanto de mí como parece sabrás los
motivos. —Me miró como esperando a que se los contara, y lo hice— En ambos me
mandaron al carajo por, según ellos, uso desproporcionado de la fuerza. En el ejército
por defender el honor de una cabo, que fue maltratada por un sargento en
repetidas ocasiones. En mi periplo en la policía lo hicieron por que tuve la
idea de devolverle, golpe por golpe, a un bastardo que maltrataba a su esposa.
Y sí, papá, eso es gracias a ti. ¿Acaso crees que no recuerdo lo que le pasó a
mamá?
—
Eso fue un accidente… —Trató de argumentar.
—
¿Un accidente? ¿Cada vez que le pegabas era un
accidente? Tenía cuatro años, papá, pero recuerdo perfectamente cada vez que le
hacías daño. Incluso aquel día en que se tambaleó como pudo, tratando de huir
de ti, y se cayó por las escaleras. Todavía sueño con ese momento, pensando si
yo podría haber hecho algo, pero, ¿qué iba a hacer? Sólo era un niño, por el
amor de Dios… Pero cuando crecí decidí que haría lo que estuviera en mi mano
para detener a gente como tú. Por eso me preparé en el ejército y luego en la
policía. Aunque mi temperamento me pudo en esas dos ocasiones en las que quise
tomarme la justicia por mi mano.
Hubo otros instantes de silencio.
—
¿Qué pasa? ¿Te has quedado sin palabras? ¿No se
te ocurre nada ingenioso que soltar ahora?
—
No puedes probar nada de lo que has dicho.
—
No. No puedo. Pero sí puedo hacer que te
encierren por los robos de la Galería, y por unas decenas de ellos más. —Me
miró sorprendido— Ah, sí… He encontrado el almacén donde los habías guardado.
—
¿Me vas a vender?
—
No te pongas melodramático. No te pega, como no
te pegan todos esos cambios que te has hecho. Espero que no hayas pagado mucho
por las operaciones. Por cierto, ¿por qué el cambio de sexo? ¿Robaste a alguien
que no debías? —Asintió con la cabeza— ¿En serio? ¿Tú? ¿El gran Christopher
Tucker se equivocó en un golpe? A lo mejor debía llamar a esa gente en lugar de
a la policía.
—
No serías capaz… —Su frase sonó a súplica.
—
No me quites ojo y verás… —Dije mientras marcaba
en mi móvil— Con el teniente Wilson, por favor. De parte de Frank Tucker, tengo
un regalito para él. A la persona que ha robado en la Galería Nacional. Sí, le
espero en la habitación 4022 del hotel Sheridan.
Mi padre me miraba con agradecimiento por haber llamado a la
policía después de todo. Me acerque a él para esposarle y tuve la tentación de
darle unos cuantos golpes. Me contuve. Yo ya no era aquel tipo que lo arreglaba
todo a golpes. No lo era porque aquel tipo se parecía mucho a mi padre, y yo
odiaba a mi padre. Me serví una copa mientras esperaba a mi amigo el teniente.
—
Va por ti, mamá. —Susurré alzando el vaso.