domingo, 30 de noviembre de 2014

#150Palabras-extra (Alfombras, Decretos y Platos): El Libro del Advenimiento (XIX): El Faro

Este es el comienzo de esta historia. Y aquí podéis encontrar el capítulo anterior.


Se levantó a duras penas. Sus piernas parecían no estar por la labor de ayudarle en la huida, temblaban como los platos en el hundimiento del Titanic. Apenas había dado un par de pasos y ya se notaba fatigado. El corazón le latía a toda velocidad. Volvió a echar un vistazo a la habitación. Parecía una habitación grande de hospital, llena de camas y de aparatos que hacían bip. Todas las camas tenían un inquilino y cada inquilino estaba conectado a una de esas máquinas, así como a un buen número de tubos.

Tubos… Se miró los brazos, él también los tenía. Se los arrancó como pudo y se desconectó de la máquina. El pitido pasó de tener una cadencia a ser continuo. Se quedó quieto, no sabía si al haber hecho esto habría alarmado a alguien. ¿De verdad estaba en un hospital? Él no recordaba haber llegado allí. No recordaba nada de lo que veía.

Al ver que nadie aparecía por allí, se buscó unas ropas y calzado. Cada paso o esfuerzo que hacía, por mínimo que fuera, le fatigaba como si hubiera corrido una maratón. Fue arrastrando los pies, y tratando de no hacer demasiado ruido, por un pasillo, tapizado de alfombras, que se le hacía eterno. Tras lo que para él parecieron dos mil metros, llegó a una puerta. Alzó la mano, temblorosa por el miedo y la fatiga, y la posó sobre el pomo. ¿Qué o quién habría al otro lado? Sólo había un modo de saberlo. Abrió la puerta y una luz le cegó. Cerró los ojos y se puso una mano a modo de visera en la frente. Poco a poco consiguió que su vista se fuera acostumbrando, la luz era el sol, sin duda, y una brisa fresca entraba acompañándolo. Con el mismo esfuerzo con el que había llegado hasta allí atravesó la puerta y salió.

El paisaje que veía tampoco le resultaba familiar. Frente a él había un camino que conducía hasta una playa. Decidió que debía seguirlo, no sin antes echarle un vistazo al edificio en cuestión. Aquello tenía menos sentido, si eso era posible. No estaba en un hospital, estaba en un faro. Cada paso que daba, cada dato que descubría le desconcertaba más. Pero ahora estaba fuera, y aunque nadie le había descubierto hasta el momento, era más que probable que le echaran de menos. Lo mejor que podía hacer era seguir huyendo.

Miró por enésima vez en dirección al faro. Nadie le seguía, todavía. El faro… Un tipo de edificación que tan llena de encanto le había parecido siempre. Pensaba en las historias que los fareros tendrían para contar. O incluso las paredes, si éstas pudieran hablar. Sin embargo esa apreciación ya nunca sería la misma para él. Ese faro que ahora divisaba, a duras penas, desde la orilla, medio oculto desde su perspectiva por las rocas. Ese lugar había sido el lugar en que había permanecido cautivo los últimos días. Aunque no tenía muy claro si habían sido días, o semanas... O quizá meses… Suponía que la mayor parte del tiempo lo había pasado adormecido. Atiborrado de algún tipo de droga (legal o ilegal), que le había hecho estar en estado de letargo, casi, permanente.

Lo importante ahora era que había conseguido huir, a duras penas, debido a su falta de fuerza y sicomotricidad, por el paso del tiempo tumbado en un camastro. Pero lo había logrado. También había dejado atrás pruebas y experimentos. No sabía muy bien de qué clase, pero tenía claro que habían experimentado con él. Al menos eso indicaba la cantidad de cicatrices, magulladuras y orificios que su estancia en el faro le había regalado. También había dejado atrás a otros como él. No sabía cuántos eran. Había, al menos, una sala llena. Unos veinte, calculó él. Pero era probable que hubiera alguna sala más.

Algo en su interior le decía que no podía dejarlos allí. Pero otro algo en su interior, mucho más fornido, del tipo de algo fornido que te roba el almuerzo en el colegio, le decía que lo primordial era salir de allí cuanto antes, ponerse a salvo, comer, darse una buena ducha, coger el primer avión fuera de allí (fuera cual fuera el allí),  y entonces llamar a las fuerzas del orden y denunciar el caso. Sin mucho debate ganó el algo fornido.

Una vez tomada la decisión de seguir adelante, se pusieron en fila, ante él, unos cuantos problemas más. Afortunadamente los problemas hicieron la fila por orden de prioridad, como decretos en un consejo de ministros. Fue un detalle de agradecer. El primero de ellos era: ¿dónde carajo estoy?

Por mucho que mirara a su alrededor buscando alguna referencia, lo único que le resultaba familiar era el faro. Y más por el hecho de haberlo mirado docenas de veces desde que había escapado, que porque realmente supiera dónde le situaba a él. Y es que, dónde él había nacido y crecido no había faros. Él era un tipo de interior. De esos que habían visto el mar en fotos o películas. Y que, por el mismo método, se había enamorado de los faros. Pero allí estaba él. Con rocas por todas partes menos por una, en la que estaba el mar. ¿O era un océano? ¿Podría saberlo con sólo meter el pie? ¿Probando el agua? Ese era el tipo de problemas que estaban algo más atrás en la fila y que parecían haberse abierto paso en la misma a golpes y con el consiguiente enfado del resto de problemas, mucho más civilizados (y mucho más importantes).

Una vez restaurado el orden, se dispuso a afrontar una decisión importante. ¿Qué camino tomar? Descartó uno de inmediato. Ni de casualidad se iba a adentrar en el agua. Él era más de ducha, de bañera o piscina. De cualquier recipiente en el que pudiera ver las cuatro orillas. No era el caso. Descartó también el regresar sobre sus pasos. Durante el trayecto que le había conducido hasta donde se encontraba en ese momento, no había divisado nada que le pareciera de ayuda. Sólo le quedaban dos opciones. Miró a ambos lados. Las dos opciones le parecían iguales. Sin saber muy bien el motivo, decidió ir en la misma dirección que el viento. Tras unos cuantos pasos una idea apareció en su cabeza. Al ir en la dirección del viento, si iban tras él, rastreándole de alguna manera, su olor corporal iría en la dirección contraria. Ambos huirían hacia el mismo lugar. Al instante apareció otra idea. ¿Qué pasaba si le rastreaban desde la dirección hacia la que se dirigía él? Hubo un intercambio de pareceres entre ambas ideas. La primera ganó por unanimidad de los jueces.

Mientras caminaba, con cuidado de no resbalar en ninguna roca, iban llegando imágenes a su mente. Eran como flashes. Unas veces sólo era sonido. Alguna voz, que le resultaba inquietantemente familiar. Otras eran como diapositivas, inconexas, pero estremecedoras. Todo aquello le hacía tener muchas más ganas de salir de allí. Lo más rápido posible.

La pega era que, lo más rápido posible, era más bien lento. Era tan lenta su huida que, de haber sido una carrera a él la foto finish se la podrían haber hecho a acuarela. Sudaba como nunca había sudado nadie con tan poco grasa. El resuello se había rendido y estaba buscando alguna sombra bajo la que cobijarse. La lengua la tenía tan seca que habría podido lijar madera con ella. El corazón parecía estar haciendo un solo de percusión.

Volvió a mirar hacia el mar. El mar… A pesar de que una parte de él no recordaba haber estado nunca tan cerca, otra parte parecía tener recuerdos muy vívidos de un barco y un viaje por mar. Eran otra vez los flashes, breves, pero muy reales. También había un libro… El dichoso libro era el que les decía todo lo que debían hacer… Debían… En los destellos de memoria aparecía un grupo de muchachos que le acompañaban, que parecían tener a él como líder. ¡A él! No tenía ningún sentido. Sin embargo, esos rostros… Los podía reconocer, al menos alguno de ellos estaba con él en aquella habitación. Una especie del pálpito le detuvo. Se giró y vio sus huellas, ya por la arena. Ya había decidido que los iba a dejar allí. Que cuando llegara a un lugar civilizado daría parte a las autoridades y ya se encargarían ellos de rescatarlos. Pero… ¿Qué habría dicho el libro? Seguramente le habría indicado que volviera a por ellos. Le habría dicho que no los podía abandonar. Que ellos habían puesto toda su fe en él… Pero ahora, el maldito libro no estaba. No tenía a ese Pepito Grillo que le incomodara con moralina barata. Seguía mirando sus pasos en la arena.

     Me voy a arrepentir. —Dijo en voz alta.





Continuará...

Foto cortesía, una vez más, de Diego Escolano.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Caso 17, La Mansión Tudor


Nos habían citado a la ocho de la tarde en la Mansión Tudor, una impresionante casa de estilo colonial en los Hamptons, a las afueras de Nueva Chop’d. A unos cien kilómetros a las afueras. Yo llegué pasadas las ocho y media, aunque mi cuerpo me pedía a gritos que pasara de aquella reunión.

Apagué el coche y con ello ahogué un grito de Sammy Caster, uno de mis cantantes favoritos. Con toda la desgana del mundo arrastré mis pasos por el camino adoquinado, dándome cuenta de que todavía existían casas con caminos adoquinados. Y que esos caminos eran indicativos de que tu casa valía un pastón. No podía ser de otro modo, claro, siendo la casa de Joseph Boddy, gobernador de Nueva Chop’d y heredero de la fortuna Boddy. El susodicho camino llevaba hasta la puerta principal. Una puerta que a buen seguro tenía más madera que todos los muebles de mi casa y mi despacho juntos. Y más noble. Dudé entre llamar al timbre o usar el picaporte. Al final me decidí por los clásicos e hice sonar el picaporte. Con más celeridad de la que cabría esperar abrió la puerta Henry, el mayordomo.

Señor Hammett, —dijo con ese acento tan repipi que tenían los colonos—le están esperando.
Lo sé, Albert, muchas gracias. —Respondí tratando de imitar su acento. No pude saber si aquello le hizo gracia o no, su gesto era imperturbable.

De la nada apareció una sirvienta que se ofreció a tomar mi chaqueta y mi sombrero.  Albert, el mayordomo, me acompañó a la biblioteca en la que estaban el resto de los invitados, yo se lo agradecí, esta vez sin tratar de imitarle.

La biblioteca era una de las ocho estancias del piso de abajo, la segunda por la derecha desde el hall de entrada, entre una especie de estudio y una sala para jugar al billar.

Cuando entré todos se me quedaron mirando, desde luego nada como llegar tarde para ser el centro de atención, aunque esa no era mi idea desde luego. Los allí presentes, invitados por el gobernador Boddy, éramos los representantes de algunos de los distintos gremios, asociaciones, comunidades, etc. De Nueva Chop’d . Allí estaba Bastian Blood, Archiduque de Bahndenburgo y máximo representante del Colegio de Vampiros. Graham Brown, presidente del Sindicato de Hombres y Mujeres Lobo. Murray Green, primer secretario de la Asociación Independiente de Zombies. Celeste Soulny, representando a la Hermandad de Almas en Pena y Espíritus. Violeta Wiccan, canciller de la Comunidad de Brujas. David Mckenzie, jefe del Gremio de Wendigos. Crowley en representación de los Demonios y Fuerzas del Averno. Y un servidor, al que por sorteo, le había tocado representar a la policía y a los detectives privados. Nunca en mi vida me había tocado nada, hasta ese día. También andaban por allí, James Rose y Vincent Waters, concejales de la alcaldía y Lenny Gold representando a los buitres de los banqueros.

Siento llegar tarde, gobernador. —Traté de forzar una disculpa.
Oh… No importa, Raymond, no te has perdido nada. —Sonrió el gobernador— ¿Quieres tomar algo?
Un whiskey no me vendría mal…
¿MacCullon de 30 años?
No creo que deba malgastar algo así conmigo.
No digas tonterías, eres uno más en este grupo. —Volvió a sonreír al tiempo que cogía el vaso y la botella que valía más de lo que podía ganar yo en un buen mes— ¿Con hielo?
Solo por favor.

Pude apreciar que mi presencia no era bienvenida. No era algo nuevo, era algo que me pasaba desde que era un niño, no gustaba mi condición de mestizo (por parte de abuelo) ni a algunos de los miembros de las sombras ni a algunos de los vivos. Con el tiempo esta repulsa se agravó con el hecho de haber sido policía un tiempo y ahora detective privado. Por eso cogí la copa que tana amablemente me había servido el Sr. Boddy y quedé en un segundo plano observando cómo se manejaba ese grupo tan variopinto.

Al tiempo que el los carrillones de varios relojes anunciaban que eran las nueve en punto apareció el mayordomo, Albert, para hacernos pasar al comedor. Cruzamos el amplio hall ya que dicho comedor estaba justo enfrente de la biblioteca en la que nos encontrábamos. Yo seguía en segundo plano, con unas ganas locas de que aquella noche acabara. Ese tipo de reuniones las hacía el gobernador para recordar a todos los jefes de las especies más representativas de las sombras, y de la vida social de la ciudad, que se podía asesinar, robar, mutilar, vampirizar… pero dentro de los límites establecidos por las leyes del estado de Nueva Chop’d y, en última instancia, las del senado de Tecnópolis y que de no hacerlo estarían los empleados de la ley para hacerlas respetar. No era algo que hubiera que recordar permanentemente, era cierto que esas leyes se cumplían a rajatabla, y que los primeros interesados en que así fuera eran los mismos miembros de las sombras. De hecho, sus penas eran mucho más duras que las de las leyes convencionales. No les interesaba que todo el mundo supiera que ellos existían, y si se excedían en sus quehaceres podían quedar expuestos.

Una vez en la mesa, tuve la suerte de que me tocara al lado de Crowley, mi demonio preferido, y de uno de los concejales, no muy hablador él. La velada trascurría con total… aburrimiento, si bien es cierto que el menú estaba exquisito, al menos para un paladar medio como el mío. Hubo poca presencia de verdura y mucha de carne. Vino de cosechas más añejas que yo, aunque yo habría preferido unas buenas cervezas bien fresquitas, incluso unas malas. Pero supongo que en esta clase de eventos la apariencia lo es todo.

Con la llegada de los postres hubo un pequeño trasiego de individuos ausentándose por diversos motivos, incluido el gobernador Boddy que recibió una llamada importante, según el bueno de Albert.  Aún no había podido hincar mi cuchara en mi tiramisú cuando se escuchó un grito proveniente de algún lugar de aquella inmensa mansión. Ahí maldije por primera vez al dichoso sorteo que me eligió a mí para aquella cena.

Salimos, todos los presentes, corriendo y nos encontramos con el resto en el hall.

¡Ayuda! ¡Aquí! —Era la voz de una de las sirvientas y provenía de la habitación de invitados que había en la planta baja.

Me apresuré para ser el primero en entrar a ver lo ocurrido. Deformación profesional. Cuando alguien grita así suele ser indicativo de que es mejor llegar primero y tratar de preservar la escena.

Cuando entré vi al gobernador en el suelo, sangrando abundantemente por la cabeza, y a la sirvienta petrificada a unos pasos de él. Traté de localizarle el pulso, pero era demasiado tarde. Giré mi cabeza hacia el grupo de invitados, que ahora pasaban a ser sospechosos. Negué, haciendo ver que el gobernador Boddy ya no se encontraba entre nosotros.

Vigílalos por mí, Crowley. —Dije al tiempo que salía de aquella habitación.

Antes de que nadie tratara de poner pies en polvorosa busqué al mayordomo.

Albert, ¿cómo se conecta el protocolo de seguridad?
¿Perdón señor?
Vamos, no te hagas el tonto. Tiene que haber un protocolo de seguridad. Runas, hechizos, sortilegios, y una buena amalgama de productos estratégicamente dispuestos para que nadie entre aquí sin ser invitado. Si sirven para que no entren, servirán igual para que no salgan.

Albert me miró unos instantes, parecía que sus ojos se humedecían. Yo le devolví la mirada sin inmutarme, hasta donde yo sabía él era igual de sospechoso que el resto. Se giró y comenzó a caminar.

¿Dónde crees que vas? —Le agarré del brazo.
A conectar el sistema, como el señor indicó.
Ni de coña, —saqué de mi bolsillo mi bloc de notas y mi pluma— anótalo todo aquí. Paso por paso.

Una vez tuve en mi poder dichas instrucciones acompañé al mayordomo junto con el resto del grupo.

No pierdas de vista a ninguno. —Volví a indicarle a Crowley.
¿Pero esto qué es? ¿Por qué nos tiene que vigilar… este… ser? —Protestó el señor Waters, uno de los concejales.
Pues porque ahora mismo es el único del que me fio.
Vaya… ¿Y eso? ¿Confías antes en un demonio que alguien de tu propia sangre? —Argumentó Graham Brown, el hombre lobo.
No somos familia, Graham, eso lo primero. Lo segundo es que, un octavo de sangre no me hace confiar en ti ni en nadie. Si me fio de Crowley es porque sé que él es un hombre de negocios y que no arrebata la vida si no es previo contrato. —Pude ver una leve mueca de agradecimiento en el rostro del demonio.

Me dirigí al despacho del gobernador, justo a la derecha de la puerta de entrada, y busqué el panel de mandos. Estaba en uno de los cajones de su escritorio. Seguí los pasos que me había indicado Albert. Hubo un sutil cambio de luz y pude apreciar como aparecían algunas runas por las paredes. Eso me tranquilizó. Ahora tenía al asesino, fuera quién fuera, preso de aquella casa. Me levanté y observé bien la estancia. Buscando algo que pudiera haber sido el arma del crimen y la hubieran plantado allí. Encontré un revolver en uno de los cajones, pero no me pareció lógico que le hubieran atizado con él, pudiendo dispararle. En la mesa, y por toda la habitación, había fotos familiares. Bien en grupo, bien por parejas. Busqué por las estanterías y di con una botella de coñac. Tampoco me parecía el arma del crimen, así que para celebrarlo me serví un trago. Apoyé mi espalda contra la estantería, con el fin de vigilar la puerta. Un chasquido se escuchó a mis espaldas y antes de que me pudiera dar cuenta había dado con mis huesos en el suelo. Se había abierto una especie de puerta secreta y tras ella había un pasillo. Miré hacia la puerta real del despacho y tras confirmar que no me veía nadie cerré y me adentre por aquel pasadizo secreto.

Durante el recorrido podía escuchar perfectamente a los invitados argumentar todo tipo de teorías y lanzarse todo tipo de acusaciones, los unos a los otros. Al final del pasadizo, cosa previsible, había otra puerta. La abrí y me encontré dos sorpresas. Una, estaba en la cocina, situada justo en la esquina diagonal opuesta al despacho. Y dos, otro cadáver, el de Albert, con otro golpe en la cabeza.

¡Mierda Crowley!— Grité.

Todos vinieron al sonido de mi voz.

¿Qué? ¿Qué ha pasado? —Preguntó el demonio.
Tú me dirás… —Contesté indicando con la mirada el cuerpo inerte.
Uy… No me había dado cuenta, estaba muy atento a la sarta de acusaciones que se estaban lanzando tan fervientemente aquí, nuestros amigos.
Bueno, al menos podemos descartar al mayordomo… —Sentencié con toda la ironía que la escena  requería. Todos me miraron— ¿Qué? Lo hemos pensado todos…

Volví a maldecir mi suerte, la que me había llevado a aquella cena. Suspiré. Dos cadáveres, dos armas desaparecidas y mi tiramisú sin tocar… Decidí que no podía seguir confiando en nadie así que me alejé lo suficiente para que no me pudieran escuchar, sobre todo Violeta, la bruja, y pronuncié un conjuro para congelar en el tiempo al resto de los presentes. Una vez comprobé que había funcionado y todos se habían quedado cual estatuas, comencé a rebuscar por toda la casa. Tenía que encontrar el arma con la que habían matado a Boddy, eso me podía ayudar a descartar o a inculpar.

El primer lugar por el que busqué fue el sótano. Allí encontré un trozo de cuerda, una tubería rota y una llave inglesa. Descarté la soga, por lo obvio. Sin embargo la tubería y la llave sí podrían haber servido. Las guardé y continué buscando objetos. En toda la planta baja no encontré nada, lo suficientemente contundente, aunque sí eché en falta un candelabro que había dejado huérfano a su pareja. Tras rebuscar por toda la casa, incluido otro pasadizo secreto que unía la sala de estar con el solárium, pude encontrar la pieza de plata en jardín. Se debían de haber deshecho de él por alguna de las ventanas, quizá con la esperanza de poder llevárselo luego.

La sangre, y el cuero cabelludo que todavía se encontraban en él me ayudaron a confirmar que aquella era una de las dos armas. Antes de despertar a los allí presentes registré sus bolsillos, bolsos, coches y demás pertenencias. Hice otro pequeño tour por la casa también. Esto me ayudó a poder descartar sospechosos. Volví a por la tubería de hierro y a por la llave inglesa. Sólo la tubería parecía sospechosa.

Con todos estos datos ya podía descartar a varios sospechosos, pero tenía que atar cabos todavía. Si sólo hubiera habido un asesinato, quizá, sería más sencillo encontrar al asesino. Pero eran dos, un alto cargo, como el gobernador, y un simple mayordomo. ¿Qué podían tener en común? Nada, a priori. Decidí aprovechar el poco tiempo que me quedaba para investigar un poco en la red a los sospechosos que conocía menos.

El hechizo ya estaba durando demasiado, yo no era tan buen brujo como para mantener este tipo de situaciones de manera indefinida, así que preferí darlo por finalizado yo. Recité el conjuro inverso y todos volvieron a la vida… cada uno dentro de sus posibilidades, claro está.

¿En serio, Ray, un conjuro de tiempo? —Fue Violeta, la bruja, la primera en darse cuenta.
Tenía que hacer mi trabajo.
¿Qué trabajo? Si ni siquiera eres un policía de verdad. —Era la voz de uno de los concejales, James Rose.
Soy lo más parecido que tenéis por aquí. Además, soy el que los representaba en esta cena. —Contesté sin darme por ofendido.
¿Y ha averiguado algo? —Preguntó con cierto asco el Archiduque Blood, no pudiendo obviar mi parentesco con los hombres lobo.
Sí, varios de ustedes se pueden ir si quieren. En concreto, McKenzie el wendigo, Celeste la espíritu y Brown el hombre lobo.
¿Qué? ¿Por qué ellos? —Preguntó mi amigo el zombi.
Por las armas, no podrían haber tocado alguna de ellas. Una es de plata y la otra de hierro.
Podrían haber llevado guantes… —Trató de argumentar el Sr. Gold.
Podrían, pero yo no he encontrado ninguno. Así que, si quieren, se pueden marchar. —Hice un gesto con la mano— Tú también, Crowley.
No, yo prefiero ver cómo acaba esto. —Contestó el representante del infierno.

Los demás también prefirieron quedarse. Todos querían saber si el asesino era un miembro de alguno de las asociaciones rivales, con el fin de intentar desestabilizarles, con toda seguridad. Yo seguía observando a todos los posibles sospechosos, tratando de leer sus actos para ver si me daban la pista definitiva. No era fácil en algunos casos, el vampiro llevaba cientos de años depurando su arte para mentir. El zombi… bueno, lo poco que quedaba de su cara me inspiraba confianza. A Violeta la conocía, ¿era capaz de matar? Sin duda. ¿De mancharse las manos para hacerlo? No. Las brujas tienen métodos mucho más sutiles para esos menesteres. Quedaban los dos concejales y el banquero, sin descartar del todo al archiduque.

Los concejales podían haber sido, por el simple ansia del poder. Pero no era el caso. Ellos pertenecían a la parte baja de la cadena alimenticia. Eran simples ratas. Y no en el sentido figurado. Fuera del mundo de las sombras había otras clases de criaturas, mortales y de aspecto humano… casi siempre… A no ser que tuvieran un cambio de humor, de cualquier tipo, miedo, enfado, ira… No es que entonces dieran su verdadera cara, al menos no a todo el mundo. En realidad la gente normal nunca diría que su vecino es una rata, una serpiente o un león, pero sí lo podían detectar la gente no viva… y por consiguiente los mestizos como yo también. Así pues, ya sólo quedaban dos…

Ha sido el Sr. Gold el que ha matado al Boddy con el candelabro en la habitación de invitados. Y a Albert con la tubería en la cocina. —Solté sin más dilación.

Las pupilas se le dilataron nada más escuchar la acusación. Y unas pequeñas perlas de sudor comenzaron a aparecer. No mostró ningún otro cambio físico, aunque yo sospechaba que él debía ser un buitre o una hiena, algún tipo de carroñero. La mayoría de los banqueros lo eran.

¿Yo? ¿Qué motivo tendría yo para matar al gobernador? ¿Y más aún, a su mayordomo?
Ambos conocían el secreto del gobernador.

Todos se me quedaron mirando perplejos.

El gobernador tenía un hijo mestizo. De una relación antigua. —Continué.
¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —Preguntó Gold, con un cierto temblor en la voz.
Bueno, aunque eso no está bien visto por ninguno de los presentes… —Sonreí a mi poco amigable público— Es cierto que fue lo que llevó al bueno de Boddy a flexibilizar mucho más las leyes en el estado de Nueva Chop’d. Eso, sin duda, ha beneficiado mucho a los clanes.
Insisto, ¿qué tiene que ver conmigo? —Volvió a preguntar Gold, cada vez más descompuesto.
Podría parecer que nada, pero… A lo mejor nuestros amigos no saben de su pasado en los grupos anti diversidad.
Como usted dice, es pasado…
¿Lo es? Porque en ningún momento le he visto darle la mano a ninguno de los presentes. Incluso, en la cena, no aceptaba los platos de la mano de nadie, siempre los cogía de la mesa. Por no hablar de las organizaciones con las que usted colabora económicamente. Grupos de presión para tratar de erradicar del todo a los no vivos de la sociedad de Nueva Chop’d y de todo el sistema Psi Deral. Lo cual es curioso… Siendo usted un carroñero.
¿Qué me ha llamado?

Había conseguido que sacara su rostro real, y tenía razón, era una hiena. Algunos de los allí presentes parecieron sorprenderse, otros no tanto. Al fin y al cabo, como ya he dicho, la mayoría de los banqueros son carroñeros.

Carroñero. Y lo mantengo. Lo que no sé es cómo ha sacado valor para matar, pero una vez lo ha hecho, pretendía aprovecharse de ello. —Los demás seguían atentos— no en vano ya tenía preparado un buen candidato, Chris Alpert, que sería su marioneta. Y con él trataría de recortar privilegios al máximo a la gente de las sombras. No todos, porque sigue estando por encima el Senado, pero sí que a buen seguro haría la vida imposible a todos estos grupos.
Suerte demostrándolo. —Dijo con una media sonrisa.
Oh… No tengo por qué hacerlo… Puedo marcharme ahora mismo y dejar que estas amables personas decidan sobre su futuro inmediato…
¡No puede hacer eso!
No me pierda de vista y verá…

Hice mención de marcharme. Aún no había llegado a la mitad del hall y Gold ya estaba suplicando por su vida. Llamé a la policía estatal y cuando llegaron los puse al corriente de todo. Maldije por última vez al azar que me trajo a la Mansión Tudor. Puse en marcha mi coche y el grito que había quedado ahogado, del bueno de Sammy Caster volvió a amenizar el camino de vuelta a mi humilde morada.


domingo, 23 de noviembre de 2014

#150Palabras (Lamento, Lunar y Presencia): El Libro del Advenimiento (XVIII): El Bosque

Esta historia comenzó aquí. Y el capítulo anterior lo tenéis aquí.



La oscuridad dominaba la noche tanto que incluso la fase lunar estaba de su parte. Desde donde se encontraba apenas podía distinguir un par de pasos delante de él. Estaba en un bosque, eso era seguro. Así lo atestiguaban todos los árboles con los que había ido tropezando y que le habían ido dejando un buen surtido de rasguños por una gran parte de su cuerpo.

Se paró para tratar de recuperar el resuello. Para tratar de poner su mente en orden. Abrió su mochila en busca de algo, pero por más que rebuscaba no parecía dar con ello.

     Maldito libro —se atrevió a mascullar— ¿dónde te metes cuando más te necesito?

No obtuvo respuesta alguna.

     Soltaste lo del puto libro del Apocalipsis y lo siguiente que se es que estoy… Ni siquiera sé dónde estoy, lo único que sé es que estoy solo y sin tu puta guía… Nunca sospeché que te echaría de menos… Y a esos mocosos…

Seguía sin haber ningún tipo de respuesta.

Continúo caminando, más por inercia y por tratar de disolver la rabia en sudor, que porque realmente tuviera un lugar al que ir. Estaba claro que sin el Libro estaba más que perdido.

Comenzó a notar una presencia. Podían ser imaginaciones suyas, desde luego, pero la sensación cada vez era más asfixiante.

     ¿Hay alguien ahí? —Dijo con toda la precaución con la  que se pueden decir esas palabras en un solitario y oscuro bosque.

Una especie de voz, casi como un lamento, se escuchaba muy débilmente.

Despierta… Tienes que despertar José Andrés… ¡Despierta!

Cuando por fin pudo obedecer a esa voz, o lo que quiera que fuera, el panorama no fue mucho mejor. Miro la habitación donde estaba y no entendía nada, ya no sabía qué era real o qué fruto de su imaginación. Sin embargo todo lo que veía a su alrededor parecía gritarle: ¡Huye! ¡Huye de aquí tan rápido como puedas!



Continúa aquí...


miércoles, 19 de noviembre de 2014

Día 769: Las Reglas del Juego

Esta historia empezó aquí, Y este fue el último capítulo publicado.




                Dos años, señores, dos años llevo aquí metido. En mi vida había regado ni podado tanto un huerto. Es en eso en lo que paso ahora la mayor parte del tiempo. No ya porque sea beneficioso para mi, al producir alimentos y ser una parte de la reserva de oxígeno. No, no es por eso. Es que ya no puedo jugar a nada con los trillizos metálicos. Aprenden demasiado deprisa y me ganan. Coño, que se aprenden hasta juegos que me invento, y eso que voy cambiando las reglas a mi antojo. Pues aún así.

                Eso con los juegos de cartas. Los de mesa me di cuenta enseguida que mejor no. Si cuando había jugado con humanos ya quedaba demostrada mi incultura, con los maniquíes estos ni te cuento. Fijo que se saben todas la ediciones del Trivial enteras... Algún humano he conocido así también.

Sigo sin abalanzarme sobre Mandy. Y cada día que pasa vivo más sin vivir en mí. Pero es que me da miedo. Me da miedo porque ellos están aquí para no decirme que no a nada. Y claro yo ya no sabría si ella estaría conmigo porque quiere o porque debe. Esto con la muñeca no me importaba, pero es que hay una diferencia: Mandy, aún sin ser humana, tiene sentimientos... ¡Me quiero morir!



Continuará...


domingo, 16 de noviembre de 2014

Te Robo Una Frase (V): Caso 29, Cruce De Caminos

Para todos los que estéis interesados en jugar en el mes de diciembre, podéis encontrar la frase con la que participaremos al final del texto, así como la fecha. Os recuerdo que podéis dejar propuestas de frases en los comentarios. También voy a copiar el código de InLinkz al final de mi entrada por si a alguien le da algún problema.
 La frase con la que jugamos esta vez es la siguiente: No se tome la vida demasiado en serio; nunca saldrá usted vivo de ella.De Elbert Hubbard. —Propuesta por Frank Spoiler.



Eran las ocho de la tarde pasadas y estaba a punto de cerrar. El día había sido de lo más aburrido. Parecía que esa era la tónica, después de un caso venían unos días de sequía. Y el día anterior había cerrado un caso con uno de los hombres del saco como protagonista.

Entonces escuché como se abría la puerta de la antesala, podría decir que dicha antesala corresponde a mi secretaria, pero estaría mintiendo. En realidad esa sala la uso para cuando requiere de mis servicios algún vampiro. Como bien es sabido ellos sólo pueden entrar si tú se lo pides, pero uno de los muchos trucos que tiene mi oficina es que tiene dos puertas principales porque no me fio de esos paliduchos. Además de un buen número de runas, sortilegios, hechizos, y demás sistemas de protección que nunca son pocos cuando te dedicas a una profesión de cierto riesgo, como la de detective privado. Pero son más importantes cuando la mayoría de tus casos tiene que ver con fuerzas ocultas para el humano medio.

¿Qué me diferencia a mí del humano medio? Pues que yo puedo ver esas cosas, criaturas que a veces merodean por las sombras, y que muchas otras veces conviven a plena luz del día, codo con codo, con los mortales. ¿Y por qué puedo verlas yo? Una pequeña herencia por parte de mi abuelo materno, que era un hombre lobo. Afortunadamente no heredé el gusto por aullar a la luna y por esos cambios bruscos de humor y forma, no, una de las cosas que heredé fue la capacidad de ver, en el más amplio sentido de la palabra.

No soy el único con este don, aunque creo que sí soy el único que lo ha dedicado a esta profesión. Hasta donde yo sé, los otros con este tipo de herencia la usan para crear obras literarias. Es una forma de hacer ver a la gente que no debe confiar, que hay algo más, que debe tener precaución… Pero no siempre la tienen, porque no creen hasta que es demasiado tarde, o porque ni siquiera leen ese tipo de literatura. A mí, sin embargo, me movió más el afán por hacer justicia, porque esas criaturas no se salieran con la suya. A pesar de que había infinidad de sindicatos, comisiones, asociaciones, comités, encargados cada uno de que cada criatura en concreto se ciñera a sus normas. Haciendo castigos ejemplares, en muchos casos, pero bueno… Eso también ocurre con los humanos, y siempre hay quién piensa que las normas son cosas que les ocurren a los demás.

Pero volvamos al caso que nos ocupa. Como decía, antes de irme por las ramas, escuché la puerta de la antesala abrirse.

     ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —Dijo una voz de mujer.

Abrí la puerta que daba a mi despacho y la hice pasar. Era una mujer que cabalgaba entre los treinta y los cuarenta años. No me atrevería a apostar mi minuta por qué decena tenía más cercana. Morena, de estatura y peso medios, se podía decir que era atractiva, aunque también se podía decir que había vivido momentos mejores. Un cierto halo de tristeza la rodeaba. Andaba a duras penas, como alma en pena, y lo dice alguien que sabe de lo que habla.

La invité a sentarse en una de las dos butacas que tenía para los clientes, al tiempo que yo hacía lo propio en mi silla. Ella tardó un poco en reaccionar a mi invitación, su mirada vagaba por toda la oficina, no como si tratará de memorizarla, sino más bien como si buscara algo que la anclara a la realidad, un punto desde el que aferrarse a la razón y dejar a la locura volar.

De repente sus ojos llegaron hasta mi figura y pareció despertar del trance. Su cuerpo dio un respingo y por fin se sentó. Su cara parecía volver a tomar vida. Ahora sí podría apostar por que estaba más cerca de la treintena. Por fin decidió hablar.

     He venido… He venido… A ver si… Si me podía ayudar… —Su voz aún se estaba aclimatando.
     Usted dirá, señorita… —Dije con una sonrisa que trataba de tranquilizarla
     Señora. —Contestó muy tajante.
     Está bien, usted dirá, señora…
     Wise, Penny Wise.

Me quedé mirándola, no me gustaba forzar las historias. Era mejor cuando fluían por si solas. Solían ser más veraces.

     Tengo un problema con mi marido… O es mi marido el que tiene el problema, no lo sé muy bien. —Se ruborizó un poco— El caso es que él está actuando de una forma muy rara...
     ¿En qué sentido?
     Pues… Hace cosas que nunca antes se habría planteado, como por ejemplo puenting, rafting, salto base…  Pasa mucho tiempo fuera de casa… Y gasta mucho, demasiado, en este tipo de cosas… No es que a mí me importe el dinero, al contrario, mi familia tiene suficiente para vivir cien vidas y no acabarlo… Pero él… Él nunca ha sido así, era más bien una persona austera.
     ¿A qué cree que se debe este cambio repentino?
     No tengo ni idea. Lo habría entendido hace cinco años, cuando pasó por una enfermedad muy grave. Los médicos no le daban más de unas semanas de vida y… Bueno, han pasado cinco años…
     ¿Puede estar teniendo una aventura? —Pregunté sin rodeos. Ella al principio pareció ofenderse, pero se le pasó rápido.
     Lo he pensado. —Fue su escueta respuesta.
     Y quiere que yo le saqué de dudas. —Asintió con la cabeza— No hay ningún problema, señora Wise. Permita que le comente mi tarifa…
     No hace falta, —me interrumpió— ya le he dicho que el dinero no me importa. Lo único que le pido es que, sea lo que sea haga que merezca la pena.
     Eso no se lo puedo prometer.

Asintió, de nuevo, entendiendo mi postura. Sin mediar ni una sola palabra más se marchó.

A la mañana siguiente comencé a seguir al señor Wise, Alan para más señas. A pesar de ser una ciudad grande, la segunda más grande de Vespucha, o mejor dicho de los Estados Unidos de Vespucha, pero somos una nación lo suficientemente presuntuosa como para hacernos llamar como el continente entero. Como decía, a pesar de ser una ciudad muy grande era muy sencillo hacer un seguimiento y pasar inadvertido, precisamente por ese mismo motivo, el tumulto favorecía el camuflaje.

Tras pasar por el banco, cogió su vehículo y fue a Mount Reznor, una de las montañas más escarpadas del estado, a hacer escalada libre. Eso era mucho riesgo, sobre todo para alguien que según entendí por la conversación con su mujer, lo más arriesgado que habría hecho en la vida habría sido mezclar la ropa de color y la blanca en la lavadora. En ese monte había un porcentaje de defunciones superior al cuarenta por ciento. Desde luego no parecía algo muy racional.

Lo seguí de vuelta a la Gran Sandía, como llamábamos a Nueva Chop’d  los lugareños. Una vez allí se adentró en uno de los barrios menos aconsejables y dentro del mismo en uno de los garitos de más mala muerte. Hice lo propio y me senté a un par de taburetes de él. Comenzó a beber como si mañana lo fueran a prohibir, como si no costara, como si su hígado fuera de titanio. Yo lo hice a un ritmo más moderado, esperando que su estado llegara a ese punto en el que, para el borracho, todo el mundo es su mejor amigo. Quizá así podría sacarle alguna información.

Después de media destilería de Whisky de Malta, para él y un par de vasos para mí, comencé mi acercamiento.

     Las penas suelen saber nadar… —Dije, sin levantar la vista de mi vaso.
     ¿Qué? —Contestó con cierto aire de sorpresa, como si no hubiera notado mi presencia junto a él todo ese rato.
     Que por mucho que beba no va a solucionar sus problemas.
     ¿Y usted que sabrá?
     ¿De alcohol? Bueno, podría dar un master. Soy hijo predilecto y tengo las llaves de oro de varias destilerías, pero… Lo suyo… Lo suyo es como para record… Si sigue así va a conseguir matarse
     Ya estoy muerto… Lo único que quiero es adelantarlo lo más posible y ver si puedo joder a ese maldito cabrón. —Dijo, como escupiendo desde la conjunción.
     No será tan grave. —Dije yo, tratando de recabar información sobre el cabrón en cuestión. Con esa descripción podría ser un prestamista, un camello… Un buen manojo de criaturas de las sombras.
     Ni se lo imagina.
     Tengo una imaginación muy flexible.
     Pero esto no cabe en cabeza alguna. —Parecía que ni el mismo lo entendía.
     Pruébeme
     He vendido mi alma. —Fue su sentencia, tras la cual se quedó esperando algún tipo de reacción, quizá de burla. No hubo ninguna por mi parte— ¡A un demonio! ¿Se imagina?

La verdad era que sí, que me lo imaginaba. La gente pensaba que aquello eran cuentos chinos, pero no, había un negocio de compra de almas bastante bien organizado. Y era un problema de los gordos. No era fácil deshacer ese tipo de tratos.
     Por cinco años más de vida… ¡Por cinco años! Y ya han pasado… No digo que no hayan valido la pena, he podido disfrutar cada minuto de esos días con mi amada esposa… Pero han pasado tan rápido…
     No se preocupe, seguro que al final se soluciona. Seguro que ha sido un malentendido— Mentí para tratar de consolarlo.

Tras un par de copas más y de un par de horas de cháchara intrascendente me despedí. Pasé por mi oficina para coger una foto mía, y un hueso de gato negro, dos de los tres ingredientes necesarios para invocar a un demonio en un cruce de caminos. El tercer ingrediente, tierra de cementerio, lo recogí por el camino. Con todo me dirigí a uno de los cruces de camino más usados para este tipo de transacciones. Metí todo en una cajita, hice un agujero en el centro del cruce, lo tapé y esperé un rato.

     ¿Qué se te ofrece? —Dijo una voz a mis espaldas.
     Necesito información. —Contesté girándome.
     ¡Mierda Hammett! Sabes que no podemos hacer tratos contigo. Tu alma es non grata.
     ¿Quién ha hablado de tratos? Sólo quiero hablar.
     Yo no tengo nada que hablar contigo.

Cuando trató de marcharse tire mi mechero encendido al suelo y un fuego, de oleo consagrado, comenzó a arder.

     Pues me parece que nos vamos a aburrir un buen rato… —Dije forzando un bostezo.
     ¿En serio Hammett, fuego santo?
     Dame lo que quiero y te dejo marchar.
     ¿Y si me niego?
     Exorcizamus te, omnis immundus spiritus…
     No me jodas…
     Podría ser peor y lo sabes. Sabes que tengo los medios para acabar contigo en lugar de enviarte de vuelta al infierno.
     Está bien, ¿qué quieres saber?
     Seguís dando diez años, ¿no?
     Sí.
     ¿Has hecho un trato con Alan Wise?
     Eso es información confiden…
     Exorcizamus te, omnis immundus spiritus
     No… ¡No! ¡Vale! No me suena ese nombre.
     ¿Puede haber hecho el trato otro demonio?
     No. Sólo yo. Al menos en este estado.
     Pues me temo que tengo que hablar con tu jefe.
     ¿Con Crowley? ¿Estás de coña?
     ¿Me ves reír?
     Estás muy loco.
     Eso no te lo discuto.
     Raymond… Raymond… —Dijo una voz, de nuevo a mis espaldas. Era Crowley.
     No entiendo la manía que tenéis de ir por la espalda.
     Puesta en escena, ya sabes. Deja a mi chico que se vaya y hablemos.

Apagué el fuego y nos quedamos a solas el jefe de los cruces de camino y yo.

     Me temo que tienes una oveja descarriada.
     ¿Entre mis chicos? Lo dudo… —Su tono sonaba siempre socarrón.
     Alguien ha hecho un trato por un alma y cinco años.
     ¿Cinco? —Comencé a captar su atención
     Sí. Sabes que hay normas Crowley, y hasta vosotros tenéis que cumplirlas.
     Nosotros somos los que más las cumplimos y lo sabes, Ray. —Tenía razón, por lo general los comerciantes se solían ceñir mucho a la ley. Era bueno para su negocio, aunque este fuera el de las almas— Soy muy severo con eso.
     Entonces, si no ha sido uno de tus chicos… ¿Quién ha podido ser?
     Otro demonio, eso seguro. Y en cuanto lo pille…
     Si no lo pillo yo primero.
     Tienes que traérmelo, Ray, si lo encuentras tú.
     Sólo si rompes el contrato del marido de mi clienta.
     No es bueno para el negocio.
     Tú verás… Los dos somos gente de negocios…



Asintió y casi simultáneamente se desvaneció. Ahora entraba en una carrera contra reloj. Debía encontrarlo yo antes que Crowley.

Fui esa misma noche a casa de los Wise. No paré de llamar al timbre hasta que conseguí que me abrieran la puerta. Lo hizo Alan.

     ¿Usted? ¿Qué hace en mi casa? ¿Qué quiere? —Sus palabras sonaban pastosas.
     Soy detective privado, me ha contratado su mujer. ¿Está ella en casa?
     Está durmiendo. ¿Por qué le ha contratado?
     Está preocupada por usted. Por su reciente afición al riesgo desmedido.
     Ya se lo dije, he vendido mi alma.
     Lo sé. Le creo.
     Y he oído que si acabo yo con mi vida antes de la fecha mi alma no se vería condenada.
     Eso no es verdad, lo siento. —Su rostro se llenó de vacío. El clavo ardiendo se había soltado de su mano— Pero aún podemos arreglarlo. ¿Dónde hizo el trato?
      En El Cruce de Caminos.
     Sí, eso lo sé, ¿pero en el de las afueras de Keyston?
     ¿Qué dice? En el de la cuarta con Franklin. —Le miré sorprendido— En el club, ya sabe.
     ¿Vendió su alma en un bar?
     Claro, ¿dónde pensaba?
     No importa. Acuéstese antes de que su mujer se despierte.

Me apresuré todo lo que pude para llegar al local. No podía permitir que Crowley se me adelantara. Tenía que intentar dar con él esa misma noche.

Una vez allí comencé a beber, casi al mismo ritmo que lo había hecho Alana Wise horas antes, cuando le conocí. Al tiempo que bebía comencé a inventarme penas, dirigiéndolas a nadie en particular, a aquel que quisiera escuchar. Si estaba allí no podía tardar en aparecer.

     No se tome la vida demasiado en serio; nunca saldrá usted vivo de ella… —Una vez más la voz provenía de mi espalda. Resultaba del todo incómodo.

Le miré, no había duda, era un demonio. Cuando me vio notó algo raro, seguro que él no sabría explicar el qué, pero lo noto. Solía provocar esa sensación en las criaturas cuando me lo proponía.

Antes de que tuviera tiempo de reaccionar le calcé unas esposas.

     ¿Unas esposas? —Dijo entre risas— No sabes quién soy yo…
     Sí, un demonio de poca monta.
     Puede, pero ¿unas esposas?

Mientras seguía riendo abrió la boca con la intención de que su condenada alma saliera en busca de otro cuerpo al que poseer. No funcionó. Me miró, las risas había dado paso al temor.

     ¿Has visto todos estos dibujitos? Son los que impiden que salgas de este cuerpo… Entre otras debilidades que notarás.
     Podemos llegar a un acuerdo. —Parecía que ya estaba notando los efectos.
     ¿Un acuerdo?
     Por tu alma.
     ¿Mi alma? Como se nota que no es a lo que te dedicas… Si estuvieras de verdad en el negocio de las almas sabrías que la mía no es querida por tus jefes. —Me miraba sorprendido— Soy Raymond Hammett… Vaya, parece que, después de todo, sí has oído hablar de mí…
     Pero… Algo podremos hacer…
     Oh… Yo sí voy a hacer algo. Te voy a entregar a Crowley.
     ¿A Crowley? ¡No! ¡Mátame antes!
     Lo siento, con él sí que he hecho un trato. Voy a recuperar un alma de las que tu timaste. Por cierto… ¿Por qué lo hacías?
     Quería hacerme notar, que Crowley viera que tengo iniciativa… Quería ser un demonio del cruce…
     Ya he visto la iniciativa, —dijo una voz, esta vez a espaldas del pobre diablo— pero hay normas. Y ahora vas a saber lo que significa que caiga sobre ti todo el peso de la ley.
     Todo tuyo, Crowley. Ahora cumple tu parte.

Sacó un contrato del bolsillo de su chaqueta, lo firmó y me lo entregó. Yo lo guardé en la mía.

     ¿No vas a leerlo? —Preguntó Crowley
     No creo que me engañes… —Dije con una sonrisa— Los dos sabemos que el que más perderías serías tu…

Asintió y se volvió a desvanecer. Otra manía de estos seres del Averno que no me gustaba. Volví a tomar el camino a casa de los Wise. Esta vez sólo tuve que llamar una vez. Ambos estaban levantados, esperando noticias mías. Les di la buena nueva y los dejé allí, llorando de la emoción y besándose como si no hubiera un mañana, aunque en este caso sí lo había.





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La próxima entrega será desde las 0:00 del lunes 15 de diciembre hasta las 23:59 del viernes 19. La frase que os propongo es la siguiente: Convirtió en garra la mano derecha y con ella trató de rasguñarme la cara con sus afiladas uñas. Tenía los dientes apretados y regañaba como un perro furioso. La agarré de la muñeca. —De Dashiell Hammett  sacada de su novela: El hombre delgado

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